En el libro “Almansa. 1707 y el triunfo borbónico en España”, el historiador Aitor Díaz Paredes desgrana las claves de esta decisiva batalla que cambió el curso de la Guerra de Sucesión española y posibilitó el ascenso al trono de los Borbones.
La tarde del 25 de abril de 1707, día de San Marcos, las tropas borbónicas derrotaron a la coalición austracista. La victoria fue espectacular, y marcó el curso de un conflicto en el que, tras seis años de guerra, la suerte parecía favorecer a los Habsburgo. ¿Cómo fue esto posible?
Un año antes, el primer intento borbónico de tomar Barcelona había fracasado de forma estrepitosa. Para colmo de males, el ejército hispanofrancés, encabezado por el propio Felipe V, se retiró camino al Rosellón en el momento en el que el astro solar se oscurecía: un inoportuno y burlón eclipse solar ensombrecía el futuro del Rey Sol y de su regio nieto. En esos mismos momentos, las tropas austracistas comandadas por el conde de Galway penetraban desde Portugal y se encaminaban hacia Madrid. Esta pinza sobre la capital de Felipe V anunciaba el final inminente de la guerra, cuyas primeras hostilidades se habían desencadenado en 1701.
En cambio, nada de eso ocurrió, y, exactamente doce meses después, las fuerzas borbónicas habían asegurado la totalidad de la Corona de Castilla. Tras su sonado éxito en Almansa, las columnas borbónicas avanzaron sobre los reinos de Valencia y de Aragón. Las implicaciones directas eran obvias, al correr el frente de guerra hasta Lérida, tomada en noviembre de 1707, y Tortosa, que caería en 1708. Pero la victoria era decisiva no sólo en lo militar. Almansa permitió aplicar una nueva planta de gobierno sobre los territorios de la Corona de Aragón, y desarrollar, por vez primera, una agenda nacional para España, y con ello un único concepto de la autoridad real, con implicaciones económicas –aduaneras, fiscales, mercantiles y de fomento–, militares, políticas y culturales.
Sin duda, fue una batalla decisiva en el plano bélico, y definitoria del siglo XVIII español y europeo, pues su onda expansiva contribuyó a configurar el equilibrio de poder de dicha centuria. Estudiada y elogiada como la batalla más inteligente del siglo por Federico II de Prusia, no habría sido posible sin un hombre decisivo: el duque de Berwick.
Un genio militar
Berwick era el hijo natural de Jacobo II, último monarca católico de Inglaterra, destronado por la revolución de 1688. Su madre, Arabella Churchill, era, ni más ni menos, que la hermana del más afamado militar británico del siglo XVIII: John Churchill, duque de Marlborough. En su huida a Francia, con Jacobo II iba un joven duque de Berwick, de apenas dieciocho años.
Desde entonces, el duque de Berwick quedaba al servicio de Luis XIV. Sus dotes militares, en especial como estratega, pero también cortesanas, le permitieron ganarse la confianza del Rey Sol. No era para menos: Luis XIV y Jacobo II, a fin de cuentas, eran primos, y Berwick no dejaba de ser también un príncipe francés. Cuando la guerra estalló en suelo peninsular, en 1704, él fue quien comandó a las tropas hispanofrancesas, y cuando, en 1706, con Cataluña y Valencia perdidas, la guerra parecía próxima a perderse en España, Luis XIV le confió de nuevo el mando de los ejércitos de las Dos Coronas.
El rival en la península ibérica de aquel inglés católico y afrancesado era su perfecto antagonista. El conde de Galway, de nombre Henri de Ruvigny, era un protestante francés que había hecho fortuna de la mano de Guillermo de Orange conquistando la jacobita Irlanda. No era la única burla del gran juego europeo, pues, en Centroeuropa, Luis XIV era derrotado una y otra vez por el, al menos de momento, invencible duque de Marlborough, quien, desde su traición a Jacobo II, se había convertido en la figura más influyente de la política y el ejército ingleses. Sin duda, Berwick tenía una doble presión: ante Felipe V, ganar España, y, ante sí mismo, mostrarse mejor general que su ambicioso y traidor tío.
En abril de 1706, esa ocasión parecía estar próxima. Sin embargo, ante el avance sobre Extremadura de las tropas inglesas, portuguesas y neerlandesas, Berwick dio la orden de retirarse. Plasencia, Salamanca, Segovia… eran ocupadas, con asombrosa cadencia y la sola resistencia de sus vecinos, por las tropas comandadas por Galway. A finales de junio, Madrid quedaba a la vista de la coalición internacional que sustentaba la candidatura del archiduque Carlos.
¿Por qué Berwick rehuía así al enemigo? Su estrategia era criticada e incomprendida, y levantaba las sospechas de los españoles. A fin de cuentas, Berwick no dejaba de ser un inglés. Sin embargo, su plan era el correcto, y el único posible. La situación era endiablada: Cataluña y Valencia estaban perdidas, y el archiduque Carlos hacía su entrada en Zaragoza. Los portugueses ocupaban plazas estratégicas como Alcántara y Ciudad Rodrigo, amén de Salamanca y Segovia. Los números eran parejos, pero durante junio y julio de 1706 llegaron importantes refuerzos desde Francia por el camino de Navarra. Había que esperar y desgastar al enemigo, a la espera de que este cometiera un error fatal.
Tomar Madrid era una prioridad para los ingleses, con la falsa máxima, tantas veces repetida a lo largo de la historia, de que, ocupada la capital, caería el reino.
Nada más lejos de la realidad. Mientras al campamento de Berwick llegaban decenas de regimientos, los ingleses y sus aliados se hallaban aislados en el corazón de una Castilla que les era hostil. El archiduque Carlos ni siquiera llegaría a entrar en Madrid, y Galway y los demás generales en los que se apoyaba el archiduque tomaron la decisión de retirarse hacia Valencia, con enormes pérdidas humanas y materiales, atravesando Castilla la Nueva hasta llegar a Valencia, expuestos al calor y la escasez, y acosados por la caballería española de Berwick. Si bien llegaron refuerzos provenientes de Gran Bretaña al puerto de Alicante durante aquel invierno, la suerte estaba echada y el derrotismo se apoderaba del partido archiducal.
Los problemas logísticos y de financiación, la división entre los mandos ingleses, portugueses y neerlandeses, y las dificultades demográficas e institucionales con las que tenía que lidiar el archiduque Carlos en los territorios de la Corona de Aragón, sancionaban una realidad: el archiduque Carlos no podía ganar la carrera por España. Al no heredar el aparataje administrativo y fiscal de la Monarquía Hispánica, como sí lo hizo Felipe V, nunca pudo contar con los recursos financieros y militares de los que gozó su rival borbónico. Sus valedores internacionales, británicos y austriacos, tenían intereses geoestratégicos y mercantiles diferentes y difícilmente compatibles: si Londres quería imponer en Madrid un monarca que les diese la llave del comercio atlántico e indiano, Viena anteponía sus intereses sobre su particular esfera de influencia: Italia y los Balcanes.
El camino hacia Almansa
Así, cuando las tropas comenzaron a desperezarse y salir de sus cuarteles de invierno, de Valencia y Alicante a Murcia y Albacete, la tensión construida durante los meses pasados iba a tener su dramático culmen. El conde de Galway, presionado por el alto mando inglés, y desbordado por la situación, en lugar de consolidar una posición defensiva en la montaña valenciana, marchó con su mermado ejército, buscando la batalla definitiva, aun asumiendo el casi seguro desastre. Berwick no tenía prisa: prefería esperar a la llegada de los nuevos refuerzos franceses, y dio una salida a Galway, dejando abierto el camino a Murcia. Si Galway marchaba sobre Murcia, le aislarían y se echarían sobre él; si marchaba hacia el campo borbónico, la victoria estaba asegurada.
A lo largo de doce meses, Berwick había desgastado al ejército enemigo, y había sembrado la discordia entre sus mandos. Llegado a las proximidades de Almansa, Galway cometió un último error, al desplegar sus tropas de forma simétrica a las del rival. La diferencia entre ambos ejércitos, superior a los 10.000 hombres, se vio reflejada en la fragilidad de la segunda línea del bando archiducal. Si bien la infantería inglesa y neerlandesa forzó a los regimientos españoles y franceses en el centro del campo de batalla, en el momento en el que la infantería borbónica resistió esta acometida y la caballería felipista desbordó por completo los flancos del rival, el desenlace estaba escrito. En apenas dos horas, todo había terminado. Dos semanas después las tropas borbónicas entraban en la ciudad de Valencia, y acto seguido hacían lo propio en Zaragoza. La guerra estaba lejos de su conclusión, pero las cartas ya estaban marcadas.