Dos mujeres fueron fundamentales en el nacimiento del Imperio español. La reina Isabel la Católica, que apoyó el plan descabellado de Cristóbal Colón (porque sus cálculos eran falsos), y doña Marina, sin quien la conquista de México no habría sido posible. Bernal Díaz del Castillo cuenta que la incorporación de indígena azteca a la expedición «fue gran principio para nuestra conquista; y así se nos hacían las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de Nueva España y México».
Su nombre indígena era Malintzin, que los españoles transformaron en Malinche; al ser bautizada se le impuso el de Marina. Muy poco sabemos de la mujer que se convirtió en intérprete y consejera de Hernán Cortés. No tenemos escritos de su puño; ni reflexiones sobre su sorprendente destino; ni el relato de su propia vida. Las únicas referencias que nos han llegado son las legadas por los españoles, como Díaz del Castillo y Francisco López de Gómara.
Un regalo para los españoles
Sus padres eran caciques, pero al morir su padre y casarse su madre con otro hombre se la vendió como esclava. Después de la batalla de Centla, librada el 15 de marzo de 1519, los gobernantes de Tabasco regalaron a sus nuevos señores joyas y veinte muchachas para que les sirvieran como cocineras, lavanderas y concubinas, entre las que se encontraba Malinche. Debía de rondar entre los dieciocho y los veinte años de edad. Como sus compañeras, fue bautizada y recibió el nombre de Marina, con el que entró en la historia.
Pronto se reveló como imprescindible por su dominio de los idiomas locales, el náhualt y el maya, principalmente, y su rápido aprendizaje del castellano. Así, sustituyó a la otra «lengua» de la expedición, Jerónimo de Aguilar. Marina no sólo se convirtió en intérprete, sino también en consejera de Cortés sobre las costumbres de los pueblos del Imperio mexica y sus divisiones.
El extremeño, según narra López de Gómara, «le prometió más que libertad si le trataba verdad entre él y aquellos de su tierra, pues los entendía, y él la quería tener por su faraute y secretaria». Podemos hacernos una idea de la importancia que adquirió Marina con su aparición en varios códices junto a Cortés y la atribución en seguida por parte de los conquistadores del título de doña.
Los servicios de Marina brillaron en las batallas, donde traducía las órdenes de los oficiales españoles a sus aliados tlaxcaltecas, y en la difusión del catolicismo, pues gracias a ella se vertió por primera vez la doctrina cristiana en las lenguas indígenas. Hernán Cortés fue un mujeriego. Que sepamos, tuvo once hijos de seis mujeres. Aunque estaba casado con Catalina Suárez Marcayda, hizo de Marina su amante. Y cuando su esposa llegó de Cuba, la relación ilícita se mantuvo bajo el mismo techo, el de un palacete en Coyoacán.
En 1522, nació un hijo mestizo que recibió el nombre de Martín y unos años más tarde la legitimación para él y sus hermanos Luis y Catalina por medio de una bula papal. Su padre le llevó consigo en su último viaje a España, en 1540, y el Emperador le aceptó en su casa como criado del príncipe Felipe. El joven se dedicó a la carrera de las armas y combatió en Alemania, Argel y las Alpujarras, donde falleció a las órdenes de otro bastardo ilustre, Juan de Austria.
Cortés le dio un marido y dos encomiendas
Pero la fortuna y los honores no ataban a los conquistadores españoles en sus palacios. Su pasión de viajar y conocer les impulsaba a correr nuevas aventuras. Hernán Cortés llevó a Marina en la expedición a las Hibueras para que ejerciese de intérprete. Entonces, su amante decidió casarse con un capitán veterano de la conquista, Juan Jaramillo, regidor del Ayuntamiento de México y rico encomendero.
Aunque solo en los cuentos de hadas los príncipes se casan con barrenderas, Marina tuvo un matrimonio de calidad y fortuna. La boda se celebró el 15 de enero de 1525 y su protector dotó a Marina con dos encomiendas. ¿Por qué actuó así Cortés? Quizás porque pensaba que el emparejamiento con una antigua esclava le dificultaría alcanzar el nombramiento de virrey; o para atenuar las sospechas de un asesinato por celos en la muerte de su esposa, ocurrida en noviembre de 1522.
En 1526, dio a luz a una hija que se llamó María. Doña Marina murió entre 1526 y 1527, en la ciudad de México, probablemente a causa de una de las epidemias de sarampión o viruela que asolaban la Nueva España.
‘Malinchismo’
Los revolucionarios mexicanos han tratado de presentarla como una traidora a la sociedad que la degradó a la condición de esclava y regalo. En México se ha elaborado el término ‘malinchismo’ definido así por Guido Gómez de Silva en su Diccionario de mexicanismos: «Complejo de apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio». Otros la consideran traidora. Iván Vélez ha salido en su defensa: «La niña esclavizada, la amante de Cortés, tal es nuestra tesis, no pudo traicionar a una nación que, simplemente, no existía»
Y sinceramente la traición más bien la cometieron esos independentistas que han reducido México a una fracción de lo que fue. El virreinato de la Nueva España en el siglo XVIII tenía fronteras al este con China (Filipinas) al norte con Rusia (la isla de Nutka) y al oeste con el río Misisipí y la Florida. Controlaba el golfo de México y era el enlace de Europa con Asia por el Pacífico. Entre la independencia (1821) y la Venta de la Mesilla (1853) la república mexicana perdió Filipinas, Cuba, Puerto Rico, Centroamérica (la Capitanía General de Guatemala), California y todos los territorios al norte del río Grande.
Lo cierto es que doña Marina, al igual que otras muchas mujeres nativas, gracias a los españoles gozó de una libertad y un respeto que le negaron los aztecas. Ella y sus compañeras dejaron de ser bienes de comercio y propiedades de los hombres.