James Salter, del que se publica una nueva traducción de ‘The Hunters’, y Jed Mercurio, autor de ‘Ascent’, repiten con sus novelas la pugna entre reactores Sabres y Migs en el conflicto asiático
La guerra de Corea (1950-1953), que no ha tenido tanta suerte en la literatura y en el cine como otros conflictos del siglo XX, fue sin embargo el teatro de una de las grandes aventuras de la aviación: en los cielos de la partida península asiática se enfrentaban por primera vez cazas a reacción, inaugurando una nueva forma de combate aéreo. Aunque a finales de la II Guerra Mundial ya habían hecho su irrupción esas veloces máquinas en el bando alemán (especialmente el Messerschmitt Me-262), enfrente no tenían un rival equivalente. Fue en Corea, sobre todo con la pugna entre los F-86 Sabres estadounidenses y los Mig-15 de fabricación soviética del ejército norcoreano (pilotados de extranjis por veteranos pilotos de la URSS, que no estaba oficialmente en guerra), donde comenzaron las luchas de reactores construyendo un nuevo imaginario de combate en el aire que desembocaría en Top Gun, pasando por Buck Danny, los Mirages de Tanguy y Laverdure o el Firefox de Clint Eastwood.
La pelea de Sabres y Migs, comparable a las anteriores de Me-109 y Spitfires o Sopwhit Camels y Fokkers triplanos, se convirtió en todo un símbolo de la guerra de Corea y tuvo su mística de espectaculares dogfights y un star system en ambos bandos, con ases como el estadounidense James Jabara (15 derribos) o el soviético Yevgeny Pepelyaev (19), que curiosamente habían volado los dos, como otros de sus colegas, contra los nazis. La guerra aérea de Corea ha dado lugar a una novela magistral, una de las mejores jamás escritas sobre la aviación, The Hunters (1956), de James Salter (1925-2015), que es noticia ahora al publicarse una nueva traducción —tras la de Eduardo Chamorro en El Aleph en 2003 como Pilotos de caza— que firma Eugenia Vázquez Navarino, recupera el título original, Los cazadores, y edita Salamandra, que tiene la mayoría de la obra del autor.
Esa novela, de lo mejor que ha dado la carlinga, es un destilado de inmensa fuerza narrativa y extraordinario hálito poético de las experiencias del propio Salter, que combatió personalmente en Corea a los mandos de un Sabre de febrero a agosto de 1952 en el 4º ala de caza (335º escuadrón) , consiguiendo derribar un MIg en su 89 ª misión. En la trama, un piloto reservado, Cleve Connell, angustiado por el impulso de probarse y de no fallar, el anhelo de gloria y trascendencia, se obsesiona con convertirse en un as (cinco victorias, Jabara fue así un triple as) mientras vuela día tras día en el juego de vida y muerte en el cielo, en el que medra un temido piloto ruso con su Mig pintado con franjas negras y conocido por los estadounidenses como Casey Jones. La novela, en la que Salter, con su musculosa melancolía, alcanza verdaderas cimas de la literatura del vuelo, que ya son alturas, tuvo una versión cinematográfica del mismo título (1958), con Robert Mitchum, que distorsionaba completamente la historia introduciendo un triángulo amoroso y en la que ni siquiera los Migs eran Migs (no debían tener más que el del desertor No Kum-sok) sino F-84 Thunderstreaks. Al menos May Britt era May Britt.
Curiosamente, la otra gran novela que aborda la guerra aérea en Corea lo hace, como si fuera un perfecto espejo, desde el ángulo opuesto al de Salter y con la innegable voluntad de entablar un duelo con él. Es Ascent (Vintage, 2008), la segunda de Jed (sic) Mercurio, un escritor británico que ha alcanzado fama como director productor y guionista con series como Line of duty, Bodie y Bodyguard. Mercurio, al que Anagrama le ha publicado su tercera novela, Un adúltero americano, tiene como tenía Salter un pasado de aviador: fue oficial de la RAF, aunque nunca voló en misiones de combate y Corea le pilló demasiado joven (nació en 1966), lo que es una suerte porque los reactores de la fuerza aérea británica en aquella guerra eran los Gloster Meteor que no tenían nada que hacer contra los Mig-15. En Ascent, que solo se encuentra en inglés y que tiene una versión en novela gráfica dibujada por Wesley Robins, Mercurio nos lleva a los mismos predios de Salter, de la mano de un aviador soviético reverso de Cleve Connell, Yefgenii Yeremin, tan obsesionado como el estadounidense en convertirse en un as y que —él sí— deviene el máximo anotador ruso en la letal partida aérea, donde se gana el apodo de Iván el terrible (más expresivo, sin duda, que el de Casey Jones). Huérfano de Stalingrado, Yeremin no es un personaje tan redondo como Connell, pero resulta fascinante observar sus experiencias como contrapunto a las del personaje de Salter y mirar qué pasaba en el otro bando (mucho más secreto), donde el peligro aparecía como tiburones aéreos con sendas franjas amarilla en medio del cuerpo, en la punta de las alas y en el timón de cola (los Sabres del grupo de Salter) .
Las similitudes y guiños de Ascent en relación con Los cazadores son lógicos, dado que Mercurio ha confesado que esa es una de sus novelas favoritas y Salter un maestro para él. Yeremin tiene incluso un insolidario camarada piloto rival, Glinka, del que se murmura que es nieto de Stalin, como Connell ha de soportar al arribista Ed Pell (un mucho más simpático Robert Wagner en la película). De esa mala relación entre Connell y Pell, por cierto, se ha dicho que transparenta la que tuvo Salter, que en Corea luchó bajo su verdadero nombre de James A. Horowitz, con uno de los pilotos con los que voló, el as James F. Low (nueve Migs abatidos). Low se molestó de ser el modelo de Pell y calificó a Salter de “mal piloto” y “Hudson Highboy” (algo así como niño bonito graduado de West Point, un insulto que a uno le resbala pero que parece que es fuerte en la fuerza aérea).
Mercurio, con M de Mig como Salter con S de Sabre, hace que su piloto sobreviva a Corea y viva otras aventuras, caído en desgracia en una base ártica pero sobre todo rehabilitado para el programa espacial soviético y una misión abracadabrante en la Luna, pasando de ser piloto fantasma en Corea a cosmonauta fantasma en Baikonur. Hay que recordar que muchos de los astronautas estadounidenses, como Gus Grissom, Buzz Aldrin, John Glenn y el propio Armstrong, fueron pilotos en Corea, y que también hubo cosmonautas soviéticos con experiencia en los reactores Mig 15, como el propio Gagarin, que se mató a los mandos de uno de ellos en un vuelo de entrenamiento. En todo caso, leer en paralelo las páginas de Salter y Mercurio es apasionante. El kapetan Yeremin comparte la pasión por el vuelo de Connell y aunque su naturaleza es mucho menos noble, épica y trágica que la del estadounidense (Mercurio no es Salter), aparte de que tiene la desconcertante costumbre de correrse fuera, la unidad que componen ambos como dos caras de la misma moneda es una de esas coincidencias mágicas que a veces regala la literatura.
En el escenario del legendario Mig Alley, “el callejón de los Migs”, en el noroeste de Corea, enmarcado al oeste por la extensión jade del Mar Amarillo y al norte por el río Yalu, la frontera con Manchuria que los Sabres no pueden traspasar y tras la que está la base más famosa de los reactores soviéticos, Antung (la de los estadounidenses es Kimpo), se desarrollan las aventuras de ambos aviadores. Salter, gran admirador de Saint-Exupéry, comulga con la mística del aire y el vuelo del escritor y también piloto de guerra francés, trascendiendo en su novela los aspectos técnicos (en su novela los Sabres son “ships”, naves) para construir una elegía maravillosa en torno a la exultante emoción del vuelo —“tan intensa y temible como el amor”—, el riesgo y el destino. Las imágenes de los reactores enemigos como peces de plata helada en cielos purísimos, a la vez hermosos y amargos, tan limpios que podías ver el mañana en ellos, son de las que no se olvidan.
La prosa esencial de Salter tiene a veces un eco en Mercurio (“another day burned”, “Migs and Sabres looped and scissored, a flicker of tracers and a flash of metal”), lo que parece un homenaje, pero el británico es más explicativo, más convencional. Desde el 221 IAP en Antung, su Yeremin debe vivir fuera de las luces y portadas de revista de los aviadores estadounidenses, pues los soviéticos simplemente no están allí. Vuelan con insignias y marcas coreanas en sus aviones y hablan en coreano entre ellos por si los oye el enemigo. Por lo demás hacen lo mismo, cazar y ser cazados, entre pings y clangs que reverberan en el fuselaje, ascender, soltar los depósitos de combustible cuando llega el enfrentamiento, pintar estrellas por los derribos en el fuselaje, dejar la estela de condensación de sus reactores tan evanescentes como sus vidas. Las mismas portas ennegrecidas de las armas, el mismo miedo y valor, el mismo instinto depredador (Mercurio describe la manera en que una bala de cañón le revienta el casco y la cabeza como una nuez a un piloto estadounidense, lanzando un chorro de sangre entes de que el aparato comience su espiral de descenso y se estrelle), igual deseo de ser alguien y dejar traza con el plus de coraje y orgullo que requiere ser un as.
¿Eran mejores los Sabres o los Migs?
Los Sabres llegaron más tarde a Corea que los Migs-15, que durante la primera parte de la guerra se adueñaron del cielo. EE UU envió a combatir esa superioridad a los mejores aparatos que tenía. Se ha discutido mucho sobre cuáles eran superiores. Los Migs ganaban en altura y capacidad de ascenso (su estrategia de ataque favorita era el yo-yo, dejarse caer desde arriba, disparar y volver a subir) , pero en otras circunstancias los Sabres los superaban. Disponer de cañones les daba mayor poder de fuego a los aparatos soviéticos, mientras que las ametralladoras de los estadounidenses resultaban muy eficaces para conseguir mayor ritmo de disparo. Uno de los mejores pilotos del mundo, el veterano Chuck Yeager (el primero en romper oficialmente la barrera del sonido y as en la II Guerra Mundial), dio respuesta al debate a su enérgica y personal manera.
Un día, lo cuenta en su autobiografía (Bantam, 1985) el propio incombustible Yeager (1923), Dios nos lo conserve, que por cierto abatió el tío un reactor nazi, un Me-262 a los mandos de su Mustang P-51 en 1945, le pidieron probar en 1954 el Mig-15 del desertor coreano. Lo llevó hasta los límites y le pareció un buen trasto aunque mucho menos sofisticado que los reactores estadounidenses. Su juicio fue que todo dependía del piloto. Un coronel que había volado con el Sabre en Corea, le cuestionó, y entonces Yeager le retó a volar uno contra el otro. Primero lo hizo Yeager en un Sabre y se colocó con facilidad en la cola del otro a los mandos del Mig, y después hizo lo mismo pilotando el Mig. “El piloto con más experiencia”, le espetó al aterrizar, “te zurrará siempre el culo, coronel; no importa en qué avión vueles, es así de simple”.