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EE UU vs China: escenarios de la nueva guerra fría

Macarena Vidal Liy (Pelín) / Amanda Mars (Washington) Alicia González (Madrid)

Tres décadas después de la caída del muro de Berlín, las dos superpotencias del siglo XXI parecen lanzadas hacia una nueva guerra fría. Estados Unidos y China avanzan en una espiral de amenazas, sanciones y acusaciones de espionaje de consecuencias imprevisibles, para ellos mismos y para el resto del mundo. Desde la confrontación en los ámbitos comerciales y tecnológicos hasta la competición armamentística y la lucha por la influencia en los distintos continentes, los dos gigantes protagonizan un pulso por la hegemonía global repleto de peligros y de final incierto.

El duelo por la hegemonía global que tiene al mundo en vilo

MACARENA VIDAL LIY (PEKÍN) / AMANDA MARS (WASHINGTON)

Un régimen autoritario contra una democracia. Un enorme abanico de hostilidades en todos los ámbitos, geográficos o sectoriales. Espionaje, propaganda, músculo militar, símbolos. La historia, dicen, se repite; parece ser verdad. La Guerra Fría del siglo XX entre el Kremlin y la Casa Blanca amaga con volver en el siglo XXI, esta vez entre el antiguo vencedor, EE UU, y la nueva potencia en ascenso, China. En las últimas dos semanas, ambos han llevado al paroxismo un frenético baile de roces, choques, amenazas y sanciones, cierres de consulados, acusaciones de espionaje y vetos de viajes, en el que el paso de uno se ha visto respondido por el otro en una simetría tan perfecta como desasosegante. Un peligroso duelo a un ritmo cada vez más intenso, de duración y final aún impredecibles. Y que, sea a la hora de elegir tecnología 5G, decidir sistemas de defensa o votar resoluciones internacionales, amenaza con arrastrar —como en la primera Guerra Fría— al resto de países a uno u otro lado de la pista de baile.

Hay, sin embargo, una diferencia radical con respecto a la Guerra Fría que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XX. La antigua URSS nunca fue la potencia económica que es China, y los dos países entonces enfrentados no se encontraban tan interconectados financiera y productivamente como lo están ahora las dos mayores economías del mundo. “Para mí, eso significa que esta guerra va a durar al menos tanto como aquella o más incluso. Sé que no es una perspectiva muy bonita, pero es lo que veo”, señala Gary Hufbauer, experto del Instituto Peterson de Economía Internacional y, sobre todo, un veterano de la primera línea de fuego de aquel interminable pulso con Moscú. Hufbauer, alto cargo del Tesoro de EE UU a finales de los años setenta, considera que “como ocurrió en la Guerra Fría, ambos bandos van a buscar aliados para reforzarse, pero China tiene más habilidad para eso. Rusia atrajo aliados con la ocupación militar. Pekín no lo necesita, [el presidente chino] Xi [Jinping] está usando la economía para poner a otros países en su órbita”.

El calibre de las fricciones es tal que ya nadie minimiza su relevancia. Las relaciones “afrontan sus mayores problemas” desde que los dos países establecieron lazos diplomáticos plenos en 1979, ha reconocido recientemente el ministro de Exteriores chino, Wang Yi. “La relación con China está muy dañada”, ha declarado el presidente estadounidense, Donald Trump. El secretario de Estado de EE UU, Mike Pompeo, ha venido a declarar el fin de la política de acercamiento, al clamar que “el mundo libre debe triunfar contra esta tiranía”.

Paradójicamente, este grave deterioro se produce apenas seis meses después de que los dos países firmaran el 16 de enero, con toda pompa y circunstancia en el salón Este de la Casa Blanca, entre aplausos y alharacas, el acuerdo que debía poner fin a todos los desacuerdos entre ellos, la primera fase de un pacto para poner fin a la guerra comercial que libraban desde 2018.

La pandemia de covid-19 ha hecho saltar ese proyecto por los aires, y ha sacado de nuevo a la luz las tensiones que la firma del acuerdo comercial había escondido debajo de la alfombra. Unas tensiones basadas en una enorme desconfianza mutua, de raíces históricas e ideológicas y que las recriminaciones en torno al origen y la gestión del virus han puesto de nuevo en el primer plano. La rivalidad, ha quedado claro, es sistémica y se extiende a todo tipo de áreas.

La competencia es por la influencia mundial —China, con su iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda, Estados Unidos con el peso de sus 75 años como superpotencia—; por la innovación en áreas como la inteligencia artificial o los vehículos eléctricos; en la carrera espacial —ambos están lanzando misiones a Marte con días de diferencia— o en el armamento ultramoderno, sea termonuclear, convencional o cuántico. Ahora, también, por conseguir la vacuna que ayude a resolver la crisis más grave en lo que va de siglo.

La primera estrategia de Seguridad Nacional de la Administración de Trump, presentada en diciembre de 2017, señalaba a China y Rusia como rivales que amenazaban la prosperidad y los valores de Estados Unidos. “Después de haber sido desestimada como un fenómeno del siglo pasado, la competencia entre grandes poderes ha vuelto”, decía el documento, recuperando el lenguaje de la carrera entre superpotencias.

Las bases de este pulso que hoy parece al rojo vivo estaban, en resumen, ya negro sobre blanco en aquel diagnóstico del Gobierno de Trump cuando aún no había cumplido un año. La sintonía que al republicano le gustaba mostrar respecto a Xi, por desconcertante que resultara (llegó a alabar la reforma constitucional del líder chino para perpetuarse en el poder), nunca implicó zanjar conflictos. Ahora, ambos azuzan la guerra contra el otro y obtienen, en buena parte, réditos políticos en casa.

La lista de desencuentros, invectivas o represalias recíprocas ha aumentado sin tregua en los últimos meses. Restricciones mutuas de entradas a funcionarios en torno a Tíbet y Hong Kong, donde una nueva ley de Seguridad Nacional impuesta por China anula, según Estados Unidos, la amplia autonomía del enclave. Sanciones recíprocas por la situación de la minoría musulmana uigur en la región de Xinjiang, donde Washington —y numerosos expertos— denuncian terribles abusos de los derechos humanos. Previamente, cada uno también había expulsado a periodistas e impuesto límites a los visados de corresponsales del otro.

Ambos chocan en el mar del Sur de China, donde Pekín reclama la mayor parte de las aguas y Washington ha declarado ilegales las alegaciones de soberanía chinas. Cobra nueva vida el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (Quad) —el foro informal de defensa entre Japón, Australia, EE UU y la India en la región Asia-Pacífico— en medio de los roces fronterizos de China con sus vecinos. Discuten por su armamento nuclear: la Casa Blanca desea que China recorte su arsenal, mientras que el gigante asiático le replica que se sentará a negociarlo “si Estados Unidos está dispuesto a reducir [el suyo]” a su nivel. Washington y Taipéi se hacen guiños mutuamente, para irritación del Gobierno de Xi, que considera Taiwán parte inalienable del territorio chino y su interés primordial.

En el campo de la tecnología, desde hace más de un año se arrastra la disputa en torno a Huawei, el gigante chino del que EE UU sospecha que puede actuar como caballo de Troya en los terminales o las redes 5G occidentales; una disputa en la que Washington presiona a sus aliados para que rechacen las ofertas chinas y que en Pekín se percibe como un intento de neutralizar a un competidor que ha tomado la delantera. Solo el acuerdo comercial sigue de momento en marcha, aunque agarrado con alfileres y pese a que Trump ya ha declarado que no tiene ningún interés por avanzar a la fase dos del pacto.

China considera que su auge corrige injusticias históricas y devuelve al país al lugar que históricamente le corresponde. Desde hace ya tiempo —y desde luego, desde el comienzo de la guerra comercial— ha llegado también a la conclusión de que Estados Unidos es una potencia decadente que quiere impedir el ascenso de China en el escenario global para no perder sus ventajas. Es una convicción generalizada: tan ubicua entre los círculos de poder como en las charlas de los ciudadanos de a pie. Y Pekín responde —o se anticipa— con una asertividad creciente, que ha aumentado de manera notable durante la pandemia. Estados Unidos, por su parte, cree que Pekín amenaza sus intereses estratégicos y compite de manera injusta en el ámbito comercial.

A medida que se ha deteriorado la relación, también lo ha hecho la percepción mutua de las dos sociedades. Un estudio del Pew Research Center de abril señalaba que un 66% de los estadounidenses alberga una opinión desfavorable de China —la mayor proporción desde que empezó este sondeo, en 2005—, frente al 26% que la tiene positiva. A su vez, una encuesta de la Universidad Renmin de Pekín entre un centenar de académicos chinos apunta que el 62% de ellos cree que Estados Unidos quiere lanzar una guerra fría contra su país.

“Ahora mismo, el nuevo entendimiento es que las relaciones entre China y Estados Unidos no volverán a ser las mismas”, indicaba, citado por el periódico Global Times, Liu Weidong, uno de los encuestados y asociado a la Academia China de Ciencias Sociales, uno de los grandes laboratorios estatales de ideas.

Porque, ¿y si Trump pierde la reelección el 3 de noviembre? Los datos de Pew evidencian que los frentes entre ambos países van más allá de la agenda trumpista y Joe Biden, aspirante demócrata a la Casa Blanca, ha transmitido un mensaje duro contra el régimen de Xi.

Ciudadanos de Hong Kong se manifestaban el pasado septiembre con banderas de EE UU.
Ciudadanos de Hong Kong se manifestaban el pasado septiembre con banderas de EE UU.SOPA IMAGES / SOPA IMAGES/LIGHTROCKET VIA GETT

Hufbauer da por seguro que esta guerra fría seguirá con Biden en la presidencia. “La retórica y el énfasis será diferente posiblemente. Biden hablaría de comercio, pero seguramente hablaría más de Hong Kong, o de los uigures, de las condiciones laborales, medio ambiente… Cambiaría la conversación, pero la guerra comercial no desaparecerá”, opina. Biden, para empezar, ha presentado un programa económico que abraza parte del nacionalismo económico de Trump bajo el lema “compra productos americanos”.

Que los roces se hayan acrecentado se debe, al menos en parte, a motivos internos. Ninguno de los dos rivales atraviesa su mejor momento. Si Estados Unidos tiene ya la vista puesta en sus elecciones de noviembre, China ha conseguido dejar atrás lo peor de la pandemia, pero a un gran coste. No solo económico —en el primer semestre ha sufrido una contracción del 1,6%— , sino también de imagen: su asertiva política exterior y su gestión de la covid-19 ha despertado, o agravado, suspicacias en otros países, que endurecen a su vez sus posturas hacia el gigante asiático.

“Trump y Xi se encuentran en un dilema parecido”, opinaba Orville Schell, de Asia Society, en una reciente vídeoconferencia organizada por esta institución. “Ambos buscan, en cierto modo, exportar sus problemas echando la culpa a asuntos de fuera, o agitando problemas en el extranjero. Ambos utilizan mucho las vanaglorias de tipo nacionalista. Los dos son populistas hasta la médula. A ambos les aterra el desempleo, y la mayor parte de su legitimidad proviene de su capacidad de gestión económica. Hay muchas similitudes entre los dos, lo que explica quizá por qué a pesar de todo han conseguido mantener su amistad”, afirmaba Schell.

Una confrontación plena está lejos de las intenciones de ambos países. Tienen, al fin y al cabo, los dos ejércitos más potentes del mundo. Y sus economías, quieran o no, están fuertemente interconectadas. Un desacople sería “poco práctico”, aseguraba el ministro Wang este mes en un discurso ante académicos estadounidenses en el que intentaba un llamamiento a la calma.

Aunque el daño puede ya estar hecho. “La guerra comercial de los últimos dos años ha tenido poco impacto real en la economía china. Sí lo ha tenido, en cambio, en la psicología de la sociedad”, ha declarado Wang Wen, decano ejecutivo del Instituto de Estudios Financieros Chongyang, de la Universidad Renmin. “La imagen que solíamos tener de Estados Unidos —democracia, libertad, apertura, normas claras, palabras que probablemente nos vengan a la mente a la mayoría—, esa imagen positiva, ha desaparecido”.

Hace 11 años, en una entrevista publicada por Atlantic Council, preguntaron a Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional con Jimmy Carter, qué lección había aprendido de la Guerra Fría. Pudo haber dicho “no precipitarse”: fue él quien en 1979 recibió una llamada de madrugada en la que le informaban de un ataque de misiles soviéticos que acabó siendo un error.

Pero lo que dijo fue: “La caída del telón de acero y los acontecimientos de esos años se manejaron con sofisticación y con una América involucrada trabajando estrechamente con los alemanes, los británicos y los franceses. Necesitamos socios serios, por eso defiendo tanto que haya una voz europea a la que escuchar, pero depende de los europeos modelarla. De momento no la tenemos, tenemos un vacío político en Europa”. Era 2009. Ahora Europa, aunque sigue con sus debates internos, es la que no encuentra interlocutor al otro lado del Atlántico.

La inmensa batalla cuyo desenlace marcará el futuro de la globalización

ALICIA GONZÁLEZ (MADRID)

La relación comercial es escenario de un titánico pulso entre las dos grandes potencias globales. La dimensión enorme de la batalla reside tanto en la envergadura de los intercambios sometidos a nuevos aranceles —un volumen de comercio que roza los 500.000 millones de dólares (430.000 millones de euros) anuales— como en las potenciales consecuencias en términos de cadenas de suministro globales. La tensión en este dominio ha sido muy intensa a lo largo de la presidencia de Donald Trump y la pandemia ha dejado en papel mojado la frágil tregua sellada entre ambos países en enero pasado. Ha puesto, además, en entredicho la fiabilidad de China como principal productor mundial de suministros médicos y equipamientos sanitarios y ha forzado a una revisión generalizada de las cadenas globales de suministro. El coronavirus, como coinciden buena parte de los expertos, no ha hecho sino acentuar las tendencias económicas, geopolíticas y sociales que ya venían gestándose con anterioridad. También en la pugna entre EE UU y China.

El pacto firmado el 15 de enero en la capital estadounidense por Trump y el viceprimer ministro chino, Liu He, obligaba a China a comprar 200.000 millones de dólares más en grano, cerdo, aviones, equipamiento industrial y otros productos estadounidenses. Era la coronación de un gran esfuerzo diplomático estadounidense, un elemento central en la ideología proteccionista que aupó al poder a Trump y es un factor clave para entender las relaciones actuales entre las dos potencias. Pero los nuevos protocolos derivados de la pandemia y la debilidad de la demanda interna y externa por la crisis económica desatada por el coronavirus hacen prácticamente imposible cumplir lo acordado. “China ha tomado medidas para poner en marcha algunos de los compromisos incluidos en la fase uno del acuerdo comercial, como la protección de la propiedad intelectual, pero la capacidad de cumplir las metas de compras se está desvaneciendo”, subraya el informe de primavera sobre China de Rhodium Group.

Terreno abonado para que Estados Unidos adopte nuevas medidas sancionadoras o sepulte definitivamente el acuerdo en los próximos meses. “Funcionarios de la Casa Blanca aseguran que las posibilidades de que Trump ponga fin al acuerdo son de un 51% frente a un 49%”, explica Ian Bremmer, presidente de la consultora Eurasia Group, en Nueva York. “Pero no quiere hacerlo demasiado pronto por el impacto que una reacción negativa de los mercados puede tener sobre el ciclo electoral”, advierte.

Trump y el vice primer ministro chino, Liu He, mostraban el acuerdo firmado, el pasado 15 de enero en la Casa Blanca.
Trump y el vice primer ministro chino, Liu He, mostraban el acuerdo firmado, el pasado 15 de enero en la Casa Blanca.MARK WILSON / GETTY IMAGES

Trump inició la guerra comercial contra China en marzo de 2018 imponiendo aranceles a las importaciones de acero y aluminio. Una medida que golpeaba de lleno a muchas empresas estadounidenses —desde embotelladoras de latas de refrescos a fabricantes aeronáuticos— y que desató una escalada entre las dos potencias. En total, EE UU ha impuesto aranceles sobre productos chinos por valor de 360.000 millones de dólares (sobre un total de 452.200 millones de dólares importados en 2019) y China ha sancionado el equivalente al total de productos que compra de EE UU, 110.000 millones de dólares.

Con eso, EE UU logró reducir su déficit comercial con China un 18% el año pasado y situarlo a niveles similares a los de 2016, pero el impacto de los aranceles ha golpeado con dureza a las empresas y consumidores del propio país.

Según un informe de la Reserva Federal de Nueva York, las compañías estadounidenses “han soportado prácticamente todos los costes” de los nuevos aranceles impuestos por la Administración, lo que ha reducido los beneficios y la inversión. Las represalias, decía el informe, les han obligado a cambiar sus cadenas de suministro, con el consiguiente incremento de costes. Tanto que, según los cálculos de la entidad, dos años de guerra comercial con China han reducido la capitalización de las empresas estadounidenses en 1,7 billones de dólares.

“Los grandes beneficiados de la escalada arancelaria han sido Vietnam (que vio aumentar sus exportaciones a EE UU un 35% o 17.500 millones de dólares), junto a Europa (31.200 millones) y México (11.600 millones)”, apuntan en una nota Yukon Huang y Jeremy Smith, de Carnegie Asia Program. Mientras tanto, “la industria estadounidense no ha logrado cubrir esa diferencia y el índice de producción industrial registró su primera caída anual desde 2015”, insisten.

Dominio geopolítico

En realidad, el enfrentamiento entre EE UU y China ha excedido desde el principio los contornos de la relación comercial, con la mira puesta en el dominio geopolítico. Aunque no se haya traducido en el boom de empleo y de la producción de la industria nacional que pregonaba Trump, lo cierto es que los aranceles y las limitaciones impuestas al comercio con compañías chinas, especialmente en el ámbito tecnológico, están obligando a las empresas no solo de EE UU, sino también de terceros países, a buscar proveedores alternativos para sus suministros. Por ejemplo, una encuesta de UBS entre empresas asiáticas apunta que un 85% de sus directivos tienen intención de mover parte de su capacidad fuera de China.

Esta tendencia, que ya existía, se ha agudizado con la covid-19 y la intención de muchos Gobiernos es repatriar la fabricación de productos de primera necesidad, sobre todo médicos y sanitarios, para reducir su dependencia de China ante una posible repetición de episodios de emergencia global. Un escenario que conlleva un claro repunte de las políticas proteccionistas y, con ello, un freno a la globalización, no solo de bienes, sino también –y como novedad– de los servicios.

“El centro de la presión de EE UU sobre su rival geopolítico ha pasado del comercio al acceso a los mercados de capital y la tecnología”, subrayan los economistas de UBP en un reciente informe de perspectivas.

De hecho, la Casa Blanca ha planteado al Congreso que estudie la posibilidad de prohibir que los fondos de pensiones públicos inviertan en activos chinos. Asimismo, ha creado un grupo de trabajo, encabezado por el secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, y el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, para decidir si impiden que algunas compañías chinas coticen en Wall Street y, por tanto, no puedan captar la financiación que necesitan para sus negocios. El informe será presentado en agosto.

Así las cosas, no parece que el grado de enfrentamiento entre EE UU y China se vaya a reconducir en un futuro próximo. “En la Guerra Fría, EE UU podía permitirse imponer sanciones a Rusia porque sus vínculos económicos eran mínimos. Pero ese no es el caso con China”, explica Arthur Kloeber, de Gavekal Research, en una videoconferencia con clientes. “Washington tiene que evitar, por un lado, agravar la situación económica en un momento como el actual y no puede olvidar que China es el segundo mayor tenedor de deuda de EE UU, por detrás de Japón”. Pero como apunta en un informe Raoul Leering, de ING, “si el presidente Trump cree que China puede ser una cabeza de turco para la actual crisis y que eso puede impulsar sus posibilidades de reelección, la adopción de nuevas medidas proteccionistas es una clara opción”, zanja.

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Fecha de publicaciónjulio 26, 2020

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