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El desastre del líder intuitivo

Diego Fonseca. Escritor y periodista. Colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona.

El gobierno de la ignorancia parece estar sostenido por una fe desmedida en la intuición del político y un menoscabo del conocimiento técnico. La crisis del coronavirus ha evidenciado los riesgos de elegir a jefazos que desdeñan los datos.

Está en boca de todos: varios de los países que mejor manejaron la crisis del coronavirus tienen mujeres al frente. Taiwán, Nueva Zelanda, Alemania, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Hong Kong. No sé si hay correlación de género, pero sí sé que en todos estos casos la estrategia ha sido más ciencia y menos intuición.

Ahora miren a gobiernos donde pavonea la pose de gran jefazo. Mientras en Corea del Sur y Nueva Zelanda se impusieron confinamientos inmediatos e instrumentaron decenas de miles de pruebas, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, (aún) menosprecia la crisis, pierde a dos ministros de Salud y convierte al país en una fosa abierta. Noruega, Dinamarca y Finlandia, que suman juntas menos de 1200 muertes, aplican protocolos claros que siguen sus jefes de Estado, pero en Estados Unidos, donde han muerto casi 113.000 personas, no logran que Donald Trump deje de soltar cuanto pase por su cabeza de virólogo informal. Y mientras en varios gobiernos hay científicos en posiciones prominentes o se entienden con ellos —Angela Merkel es doctora en química; el vicepresidente de Taiwán, epidemiólogo—, en México el científico a cargo de las respuestas públicas a la crisis observa cómo el presidente Andrés Manuel López Obrador hace lo que quiere y reabre el país sin haber aplanado la curva de infecciones.

La línea que divide las aguas: los países que respondieron con una inmediata y sólida estrategia sanitaria y científica libran la crisis mejor que aquellos donde dominó la intuición.

No se trata de crear una sofocracia sino de usar el sentido común. Ante una crisis, el liderazgo político debe ceder protagonismo al conocimiento especializado. Los presidentes van a la guerra que diseñan sus generales y dirigen economías que no crean. Por lo mismo, no tratas una pandemia sin científicos al frente.

Con todo, aunque la sapiencia técnica concede capacidad para entender mejor un fenómeno, no garantiza resultados. La mayor parte de las naciones ha optado por un mix variable de asesoría técnica y liderazgo político. Por supuesto, algunos países y regiones fallaron, pero el fracaso ha sido desmoralizador donde la gestión del Estado giró alrededor de la improvisación y el desdén. La confianza en Trump cae a cinco meses de las elecciones presidenciales, la aprobación de Bolsonaro se ha desplomado desde enero y casi el 70 por ciento de los mexicanos cree que las giras proselitistas de AMLO son riesgosas.

Ya no tenemos estadistas, especie en extinción. Tal vez esto nos indique que nuestros políticos no parecen preparados para la complejidad del siglo XXI. Trump promete aislacionismo y nativismo en una época de intercambios culturales y económicos globales. Bolsonaro hunde a Brasil en las miasmas del fascismo. Y López Obrador: besos y mítines multitudinarios durante la pandemia y, como corolario, pone y quita recortes presupuestarios brutales en centros educativos y de investigación en plena crisis.

Necesitamos dirigentes preparados para hallar soluciones dialogadas en un mundo que experimentará crisis profundas. Líderes capaces de re-unir a la sociedad, no incendiarios ni bravucones. Las naciones sin un liderazgo informado la pasan peor que aquellas donde sus dirigentes entienden que un gobierno es una administración de recursos.

Un presidente es un símbolo. Cuando Trump, Bolsonaro o AMLO ignoran el consejo profesional y se exhiben sin tapabocas, estrechan manos y reparten abrazos sugieren que están por encima de la inteligencia médica. Presidentes con mensajes contradictorios banalizan el trabajo de médicos, enfermeros y científicos. Minimizan la gravedad de la crisis y vandalizan el esfuerzo de las personas confinadas.

Desear la atención permanente expone la fragilidad de esos gobernantes. ¿Cómo convivimos con esos hombres —sobre todo eso: hombres— que se precipitan cuando deben proyectar calma? ¿Cómo, cuando fueron elegidos para guiar en la penumbra de la incertidumbre y confunden los caminos? ¿Cómo, si vemos que sus capacidades son inadecuadas?

El gobierno de la ignorancia parece estar sostenido por una fe desmedida en la intuición del político profesional y un menoscabo del conocimiento técnico. La crisis del coronavirus ha dejado en los huesos a los reyes desnudos.

Un líder —señor Bolsonaro, señor Daniel Ortega, señor AMLO y más— tiene la inteligencia de construir equipos. El éxito de esos equipos barniza su gobierno. Un líder no es unificador de masas de nueve a doce y epidemiólogo improvisado por la tarde-noche. Se prepara para gobernar, o el desgobierno le cae encima.

Podemos votarlos una vez, pero si con las evidencias los reelegimos, no hay excusa: la bola recae sobre nosotros. Hemos sido incapaces de empoderar o crear alternativas mejores. Es el problema de la deserción social de la cosa pública: se postulan quienes desean el poder y eso a menudo nos deja solo con la opción del mal menor. Y esa es una salida degradante, porque supone que somos capaces de tolerar y aceptar que baje otra vez el umbral de calidad.

¿Hay solución? Hay ensayos. Es probable que en Occidente estemos en presencia de la peor camada de gobernantes de los últimos cuarenta años a la par que celebramos una reducida pero interesante experiencia de mujeres que lideran países. No sé si es asunto de género o un reflejo de sociedades más equitativas, pero parece evidente que se puede gestionar una crisis con inteligencia y sin megalomanía. Líderes que unen son infinitamente mejores que hombres que gustan dar golpes de mano sobre la mesa porque así actúa un jefazo. Razón versus intuición. No parece tan difícil.

Fecha de publicaciónjunio 11, 2020

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