Entrevista a Jaime Gómez Obregón, ingeniero especialista en detectar irregularidades en las licitaciones públicas.
Son diversas las formas que existen de ser un buen ciudadano. Jaime Gómez-Obregón lo intenta a través de un meticuloso trabajo sobre los datos públicos. Este ingeniero es uno de los mayores especialistas españoles en el análisis de la contratación pública y se empeña en su día a día en denunciar ineficiencias, corruptelas y ‘fenómenos extraños’.
Pregunta. Usted es experto en detectar ‘chanchullos’ en la contratación pública. ¿Dónde diría que son más frecuentes, en el ámbito local, el autonómico o el nacional?
Respuesta. Yo diría que soy un ingeniero especialista en una parcela muy concreta de la tecnología y la ciencia de datos, que ahora está aplicando ese conocimiento para tratar de promover la eficiencia en el gasto público y la transparencia de las instituciones. Porque vivimos en un momento histórico en el cual convergen las recientes leyes de transparencia —que obligan a los poderes públicos a publicar sus expedientes— y la democratización en el acceso a una tecnología imprescindible para no naufragar en el vasto océano de datos y documentos públicos.
Durante mi experiencia en esta intersección, he encontrado y dado visibilidad pública tanto a corruptelas locales como a ineficiencias flagrantes en acciones estatales. Pero quedarse en el escándalo es mirar el dedo y no ver la Luna: desde la sociedad civil, personas independientes de siglas y partidos podemos auditar la praxis de nuestras instituciones y alzar la voz para que mejore lo de todos.
P. En uno de sus trabajos cruzó nombres de políticos con contratos públicos adjudicados, en Cantabria, y se encontró alguna sorpresa…
R. Es una terapia de choque; un innovador tratamiento que busca enfrentar a nuestros gestores públicos con sus propios miedos y temores a la transparencia. En mi tierra, una reciente ley autonómica requiere al Gobierno de Cantabria a publicar los expedientes de contratación en un portal de transparencia. Pero lo hacen ‘sin amor’, en una página que no permite buscar por contratista, que arroja los resultados de cinco en cinco, donde el ciudadano ha de transcribir en cada búsqueda un código que certifique que no es un robot, y de forma opaca a buscadores como Google o DuckDuckGo.
Esa «transparencia· translúcida es un reto para mí. La ética hacker clásica tiene mucho de reto intelectual y de una sana transgresión. Es la receta con la que he cocinado contratosdecantabria.es. Es la de hacer justo lo contrario que el Gobierno, es decir, un portal verdaderamente abierto, donde la contratación pública se presenta contextualizada y los datos y documentos, relacionados entre sí. Y donde al ciudadano le basta un clic para descargar todos los expedientes.
La fase posterior es ya un servicio público: he cruzado los contratos menores —que son los menos fiscalizados y los más socorridos para el chanchullo local— con las listas de candidatos electorales. Al intersectar ambos conjuntos de datos he encontrado y dado visibilidad a la intrahistoria del cabildeo político local: adjudicaciones de político a político, empresarios que compiten consigo mismos empleando varias sociedades, fraccionamientos de contratos de cuestionable legalidad…
P. ¿Qué es lo más decepcionante o grave que ha encontrado durante su trabajo?
R. He alzado públicamente la voz para denunciar la ignominiosa opacidad del Boletín Oficial del Registro Mercantil: un diario oficial de incuestionable interés público que es cautivo de un colectivo, el de los registradores, instalado en un modelo arancelario que data de los años 50 y que se perpetúa en la era de internet por la inacción de todas las fuerzas políticas. El BORME, un instrumento capital para visualizar la corrupción y el fraude. Comprende 17 millones de registros desde 2009, pero no tiene siquiera un buscador oficial.
Yo he hecho una lectura comparada del BORME español con su homólogo británico y también el boletín checo. No para comparar lo incomparable —la realidad normativa de los tres países es, como no podría ser de otra manera, diferente— sino para exponer y denunciar la calculada y perniciosa opacidad del diario español desde la perspectiva de quienes más lo usamos: autónomos, pequeños empresarios y una ciudadanía cada vez más consciente de la importancia de la transparencia en las operaciones mercantiles.
Pero España requiere urgentemente también de un periodismo audaz, que recoja esta y otras necesidades nacionales, las amplifique y las ponga sobre la mesa del debate público.
P. ¿Hasta qué punto han alterado la competencia las corruptelas con la contratación pública?
R. Una contratación pública efectivamente abierta y transparente podría producir un ahorro de unos 1.700 millones de euros en un circuito económico, el de las compras públicas, que supone hasta un 20% del PIB. Las cifras no son mías, sino de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que añade que en un tercio de la contratación estatal participa un único licitador. España es uno de los países europeos con menor competencia en las licitaciones públicas, según el análisis de la CNMC.
Pero las ineficiencias van mucho más allá de las corruptelas o el fraude de ley: en las últimas semanas he visibilizado actuaciones que pervierten el espíritu esencial de la contratación pública y el mandato constitucional de eficiencia en las compras públicas sin suponer irregularidad perseguible alguna. En el desarrollo de servicios públicos digitales esto es especialmente lesivo para los intereses nacionales, pues no solo acrecienta la brecha de calidad entre los canales electrónicos públicos y sus homólogos del sector privado, sino que también promueve una industria española del software a imagen y semejanza de los organismos públicos que diseñan estas licitaciones: burocratizada, ineficiente y de subsistencia; y con empleos precarios y de una alta rotación.
Las administraciones públicas tienen una ingente capacidad de tracción que debería emplearse en apoyar el desarrollo de un sector estratégico y de alto valor como el tecnológico, lo que además tendría un impacto a largo plazo en nuestra propia soberanía tecnológica como país.
P. Me encanta cuando anuncia en Twitter que, tras cruzar datos, ha encontrado alguna relación entre contratos y familiares. Y siempre me hago la misma pregunta: ¿es esto una cuestión de familias? Es decir, ¿tan descarado es?
R. En absoluto. Al visibilizar el fraude o las corruptelas hemos de ser cautelosos para no confundir la parte con el todo. No hay ni una corrupción rampante ni un saqueo descarado de los recursos públicos. No comparto la visión de quienes celebran la aparición de cada nuevo escándalo que aflora con esa suerte de razonamiento de autoafirmación masoquista que parece decir «ya lo decía yo: todo está podrido».
Tampoco me interesan quienes sólo se quejan, sin poner nada de su parte. Y mucho menos quienes tratan, en balde, de utilizar torticeramente los datos para el «agitprop«, para la propaganda de agitación. Las redes sociales son las fértiles mieses donde estas visiones tan primarias, tan instintivas, echan raíces y germinan con fuerza. Luego recogemos las tempestades: polarización ideológica, crispación política y mesías oportunamente dispuestos a redimirnos de amenazas inexistentes.
Mi interés es otro: es tratar de elevar el nivel del debate público y de promover una actitud cívica de vigilancia de las instituciones. La tecnología y la ciencia de datos tienen un papel relevante ahí.
P. Usted desarrolló una herramienta, una especie de robot para el BORME. ¿Qué le ha permitido encontrar? ¿Se ha llevado alguna sorpresa o decepción?
R. El BORME español es un fabuloso desastre. Encierra una información que es un verdadero tesoro público, pero en torno al cual los registradores han erigido su muralla corporativista. Yo me identifico con esa cultura hacker de la transgresión tecnificada, del reto intelectual y de un cierto idealismo romántico. He invertido unas semanas en desarrollar un robot que escudriña cada página del Boletín. He procesado casi 90.000 páginas con seis millones y pico de anuncios y 17 millones de actos registrales. Para un ingeniero de vocación y especializado en datos como yo, esto es una maravillosa oportunidad de ponerse a prueba.
De mi excursión por ese sindiós he regresado con las alforjas llenas de curiosidades: las personas que más frecuentemente aparecen en sus páginas, los domicilios con más trasiego societario o los que más empresas han alumbrado, los empresarios inhabilitados —incluyendo políticos—, una lista con 2,4 millones de sociedades, la empresa española con el nombre más largo…
Pero mi objetivo no es la colección de rarezas, sino poner el BORME al servicio del verdadero interés público cruzándolo con las adjudicaciones de contratos.
P. El último episodio que ha contado tiene que ver con el Ayuntamiento de Lepe. ¿Qué conclusiones saca de este ‘descubimiento’?
R. El sainete galdosiano de «Lepe Smart Turismo y Gobernanza» que he destapado hace algunos días es el paradigma de la irresponsabilidad pública: la entidad pública Red.es —dependiente de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial— articula un contrato de 200.000 euros de fondos europeos para desplegar una estrategia de smart city en la localidad onubense. El ayuntamiento recoge el guante y ambos organismos públicos celebran una presentación pública televisada en la moderna lengua del embuste digital: smart turismo, geovisor smart, «instrumentos inteligentes» y un interminable blablablá.
Pero la «ciudad inteligente» perece en cuanto se apaga el último foco de la rueda de prensa, y durante cuatro años nadie en el Ministerio ni en Lepe se da cuenta de los flagrantes defectos que he destapado en un proyecto que anunciaron como de «vanguardia» y «fundamental para el turismo local»: es invisible en internet, el buscador no funciona y parte del pliego no se ha cumplido.
Es un dramático ejemplo de cómo las inversiones tecnológicas que no resuelven el problema de nadie, a nadie le importan. De cómo la finalidad primera y última de estos alardes digitales con subvención europea no es otra que la gloria política del cacique local. De cómo el modelo de desarrollo de los servicios públicos digitales españoles está roto de raíz.
Pero a la herida añaden el insulto: Red.es afirma que «el portal y todo está operativo y en funcionamiento» y que el proyecto es fruto «de una auditoría muy completa». Y el ayuntamiento, por su parte, concluye que el proyecto «está correctamente ejecutado» y «ha sido correspondientemente auditado».
P. ¿Se puede vivir de la actividad de destapar chanchullos en la contratación?
R. Tengo la doble fortuna de atesorar un conocimiento profundo en una parcela utilísima de la profesión tecnológica, y de haber podido, además, vivir siempre de ponerlo al servicio de resolver problemas reales. Durante 16 años trabajé para clientes, pero el año pasado he comenzado a hacerlo en algo superior y que nos afecta a todos: la contratación pública y la transparencia de las instituciones.
Puedo hacerlo gracias al apoyo de un grupo de valientes que me apoya en mi crowdfunding en Patreon. Son personas comprometidas con estas ideas y que ponen cantidades pequeñas a cambio de un acceso a la cocina de mis investigaciones y un asiento de primera fila en este empeño mío por mejorar lo público. Es gracias a ellos que además de aflorar un sinfín de líos en mi cuenta de Twitter, he podido desarrollar proyectos como ladonacion.es o contratosdecantabria.es y —ya está en el horno— una ambiciosa auditoría de las apps móviles del sector público: appspublicas.es. A estas personas, todo mi agradecimiento.
Con todo, y aunque no sé lo que me depara el futuro, tengo claro que la misión que me he propuesto es temporal; que quiero explorar también otros retos con tecnología y datos.
P. ¿Es arriesgado lo que hace? En otras palabras: ¿le han advertido de que ha pulsado alguna tecla equivocada?
R. He recibido cientos de mensajes de aliento que son mi gasolina para seguir. Y también alguna llamada incómoda recomendándome poner la sordina y «pensar en el futuro». Pero eso es lo que me mueve justamente: pensar en el futuro.