Trajano, Adriano. Marco Aurelio y Teodosio en la forja del Imperio Romano
«Es una tierra bendecida»: el poder de Hispania que enamoró a la Roma Antigua.
Hoy día, ningún historiador serio puede negar la importancia que adquirió Hispania dentro de la órbita romana, especialmente durante los dos primeros siglos de nuestra era. No solo por la evidencia de autores antiguos como Plinio, Estrabón o Diodoro Sículo, que hablan de ella como una tierra rica, donde los romanos establecieron prósperas ciudades a finales del siglo III a. C., como Itálica, patria de Trajano y Adriano, o la propia Córdoba pocos años después, aquella primera colonia que los senadores envían a fundar desde la propia Roma a base de ciudadanos romanos e indígenas escogidos. Además de todo ese prestigio y de la precoz romanización de Hispania, está su tremendo potencial económico y cultural.
La Península Ibérica poseía ciudades que eran grandes emporios, encargados de la distribución de sus ricos productos agropecuarios y metalíferos, urbes muy activas económicamente, abiertas a los circuitos comerciales de la época. Y esa actividad venía de antiguo. Al llegar los romanos por la costa levantina hasta el sur para responder al gran desafío de las Guerras Púnicas, encontraron ciudades que existían desde hacía mucho tiempo y hombres a quienes llamaron turdetanos, nombre derivado de la región que habitaban, la Turdetania, una zona geográfica donde vivía un pueblo civilizado y hospitalario, que cultivaba el rico suelo y explotaba las fértiles minas. Así lo dejaron escrito dando fe de las inmensas riquezas y posibilidades que ofrecían aquellas tierras, pero no se trataba solo de eso: el sur de Hispania ostentaba también un gran reconocimiento en el ámbito cultural, como se deduce de la cita de Plinio cuando aclara que «los turdetanos aventajan a todas las provincias por su rica cultura y por su peculiar y fecundo prestigio».
Tarraco y Corduba, capitales de las provincias Citerior y Ulterior, respectivamente, se convertirán muy pronto en importantes urbes que difundirán la civilización romana por toda Hispania. Esta tierra es la primera por donde se extiende la romanización fuera de la Península Itálica y sus islas. Y lo hace con fuerza y precocidad asombrosas, porque llega a ocupar el foco de atención a finales del siglo III a. C., durante la Segunda Guerra Púnica. Son momentos muy delicados para Roma, que está a punto de sucumbir ante Aníbal. Este formidable enemigo la ha puesto en jaque y sus victorias amenazan con derrotarla definitivamente. Para contrarrestar su acoso en Italia, los romanos acuden a la Península Ibérica con la intención de combatir al cartaginés y cortar las fuentes de recursos de que se nutre, principalmente hombres, material de guerra y metales preciosos. Será una maniobra sorpresiva de Publio Cornelio Escipión la que permita la conquista de la actual Cartagena, entonces Cartago Nova, llamada así por ser la nueva Cartago, la capital de los púnicos en Iberia. Los romanos la toman en el año 209 y, desde el actual Levante español, se dirigen al valle del Guadalquivir para expulsar a los cartagineses de la península. Escipión derrotará a Asdrúbal, hermano de Aníbal, cerca de la actual Bailén, Baecula, y de nuevo, definitivamente, en las cercanías de Écija, Ilipa, la actual Alcalá del Río. Funda entonces la colonia de Itálica, a 12 kilómetros de Sevilla, en el año 206 a. C. y precisamente allí nacerán siglos después los emperadores Trajano y Adriano. La nueva ciudad tendrá como misión atender a los heridos de la batalla de Ilipa y asentar veteranos de las legiones.
«A los romanos no se les pasa por la imaginación entonces anexionarse unos territorios tan alejados en un momento tan peligroso»
Aquella llegada de los romanos a Hispania se debe, en un principio, a la necesidad de reaccionar, de acometer un contraataque táctico que les permita cambiar el curso de una guerra que están perdiendo en suelo itálico. No se les pasa por la imaginación entonces anexionarse unos territorios tan alejados en un momento tan peligroso para ellos, en que aún no han alcanzado una hegemonía clara sobre Italia, tienen al enemigo púnico a las puertas de Roma e incluso temen la invasión de las tribus galas por el norte. Ni siquiera en el 202 a. C., cuando los legionarios venzan a Aníbal en Zama, dejarán de tener problemas en el Oriente: Perseo, rey de Macedonia, pondrá a Roma contra las cuerdas, ayudado por el propio Aníbal, que ha sido vencido pero no eliminado. Por eso, la primera intención de los romanos al llegar a Hispania fue simplemente privar al enemigo de sus vías de suministro, de la fuente de riqueza que los alimentaba para la guerra. Y cuando fueron conscientes de la enorme riqueza de aquellas tierras en hombres y recursos, decidieron emplear esos medios para combatir a los cartagineses. Con las victorias de Escipión, Iberia se convertirá ahora en un puesto avanzado para atacar Cartago en África y los romanos se servirán de los mismos recursos que antes empleó el enemigo contra ellos mismos.
Conquista feroz
Solo cuando los cartagineses queden definitivamente derrotados, Roma mirará con otros ojos a su alrededor: entenderá entonces la magnitud de las posibilidades que ofrece la Península Ibérica, tanto geoestratégicas como económicas. Comenzará desde ese momento una feroz conquista y explotación, especialmente en Celtiberia y Lusitania, que durará dos siglos. En el Levante y la zona meridional los romanos ya habían aparecido desde los inicios de la Segunda Guerra Púnica. Y, entonces, obligados por las circunstancias y sorprendidos por el alto nivel de desarrollo y riqueza de aquellas ciudades, habían procurado, siempre que les fue posible, llegar a acuerdos con los indígenas, estrategia que se notará más aún en el sur, en la provincia Hispania Ulterior, luego llamada Bética por el nombre del río Betis, actual Guadalquivir. Es una zona rica y prestigiosa; tiene fama de ser tierra de cultura desde antiguo y este hecho permitirá después a sus ciudadanos hacer carrera en Roma. Cádiz, el último reducto cartaginés en la península, llega a un pacto con los romanos, que le permite quedar libre de pagar impuestos y mantener, por tanto, su independencia política y económica. Con el Imperio se enriquecerá aún más gracias a la potencia de su comercio y llegará a integrarse plenamente en el mundo romano.
Hispania aportará desde este momento dos elementos indispensables para el desarrollo de Roma: riqueza y cultura. De ambas serán símbolo respectivamente dos hispanos pioneros: el gaditano Cornelio Balbo y el cordobés Séneca el Viejo. El primero destacará por su extraordinaria fortuna, derivada del comercio y del poder económico que ostentaba su tierra de origen. El segundo fue padre de Séneca el filósofo y sobresaldrá precozmente en el mundo de la cultura. Era un rico aristócrata perteneciente a la pequeña nobleza de los caballeros romanos, escritor de varias obras, donde aporta datos y nombres de aquellos primeros hispanos que acudieron a Roma a mediados del siglo i a. C. Todos ellos se abrirán camino invirtiendo su dinero y acrecentando su patrimonio e influencias en la capital del Imperio.
«No solo produce de todo y en abundancia, esa riqueza se multiplica por la facilidad para exportar sus productos por mar»
La riqueza de Iberia era proverbial y no alberga lugar a dudas: Estrabón, un escritor griego de tiempos de Augusto, ya hablaba en su Geografía de los recursos que poseía: «Una tierra espléndidamente bendecida por la naturaleza: no solo produce de todo y en abundancia, esa riqueza se multiplica por la facilidad para exportar sus productos a través del mar».
Comenta el geógrafo que partían desde la Bética numerosos barcos mercantes, de gran tamaño, para trasladar toda clase de mercancías hasta los puertos de Pozzuoli (cerca de Nápoles) y Ostia (puerto de acceso a Roma) y que el volumen de productos exportados solo por la Bética igualaba al de toda África. Habla de cereales, vino, aceite de oliva, no solo en grandes cantidades, sino también de la mejor calidad; cera, miel, lana, minio, pez, tintes, todo tipo de ganado, caballos, caza, mariscos, atunes en salazón, etc. Además describe la extraordinaria riqueza minera de Hispania, donde había oro, plata, cobre, hierro y mercurio en calidad y cantidad que no podía compararse con ninguna otra parte del mundo conocido. Explica el geógrafo griego que el oro no solo se extraía de las minas, sino también en los cursos de agua. Los ríos y torrentes arrastraban la arena aurífera y en los terrenos anegados refulgía el rico metal, que se extraía del lavado de la arena. Comenta que, entre el polvo de oro, se encontraban a veces pepitas de más de 100 gramos de peso y que, al partirse las piedras, también se hallaban dentro fragmentos de este metal precioso.
El Dorado
Hispania se convierte para los romanos en una especie de El Dorado donde se puede invertir, crear riqueza y comerciar con los productos más cotizados del Imperio. El propio Diodoro Sículo habla de cómo los itálicos caen sobre las minas ibéricas como un enjambre, aludiendo a la cantidad de colonizadores que acudieron a explotar sus fabulosas riquezas:
«Cuando los romanos conquistaron Iberia, estas minas fueron invadidas por una turba de italianos codiciosos que se enriquecieron»
«Las minas de cobre, oro y plata son maravillosamente productivas. Quienes explotan las minas de cobre obtienen del mineral en bruto una cuarta parte de su peso de metal puro. Algunas personas extraen de las minas de plata, en el espacio de tres días, más de 26 kilos. El mineral está lleno de copos compactos y brillantes […]. Cuando los romanos conquistaron Iberia, estas minas fueron invadidas por una turba de italianos codiciosos que se enriquecieron extraordinariamente […] cavando la tierra en diferentes puntos, y a grandes profundidades, descubren lazos de oro y plata. Las excavaciones se extienden tanto en longitud como en profundidad con galerías de varias etapas de extensión. Es de estas galerías largas, profundas y sinuosas de donde los industriales extraen sus tesoros».
Para la conquista completa de los pueblos del interior harán falta dos siglos más, incluso la llegada de Octavio Augusto, primer emperador de Roma, que someterá por la fuerza a cántabros y astures. Se pondrá entonces en explotación toda la península dentro de un contexto de seguridad comercial que adquiere un impulso definitivo con la llegada de la Pax Augusta. Al tiempo que estas nuevas tierras se abren a la producción económica, se incrementa el comercio con la zona antiguamente romanizada, la actual Cataluña, Valle del Ebro, Levante y Andalucía. La prosperidad alcanzará dos siglos de esplendor, durante los que muchos ibéricos se enriquecerán de modo extraordinario. La amplia red de calzadas, infraestructuras viarias y transporte fluvial permitirá comercializar los productos de Hispania a través de los puertos más importantes del Cantábrico, el Atlántico y el Mediterráneo. A las ricas minas de la Bética y el Levante se añadirán nuevos yacimientos mineros, como los de León y Asturias.
Aquellos primeros hispanos, aupados por el vigor económico de estas tierras, prosperaron pronto en Roma. Conocemos nombres y datos gracias al testimonio de los historiadores de la época y a los libros que escribió el padre de Séneca, donde nos ilustra sobre la vida social, cultural y política de aquellos pioneros en la capital del Imperio. Pero la importancia de la Península Ibérica no solo la hallamos en los textos. La moderna arqueología ha ido descubriendo con el paso de los siglos la riqueza de las urbes hispanas, los anfiteatros monumentales, muchos circos y teatros que solo pueden compararse con los de la propia Roma. Y esa riqueza urbanística era consecuencia de otras dos riquezas anteriores a ella: la económica y la cultural.
Hispania, especialmente la Bética, llama muy pronto la atención como símbolo de cultura. Precisamente es el propio Cicerón quien cita a unos poetas cordobeses que en el año 76 a. C. ensalzan en perfecto latín las hazañas del general Quinto Cecilio Metelo. Por lo visto, el comandante, asombrado (y halagado) por la calidad de sus versos, los invitó a Roma, a codearse con los mejores. Ese mismo ambiente de vigor cultural es el que describe en sus libros Séneca el Viejo, nacido en Córdoba entre los años 58 y 55 a. C., que viajó a Italia en compañía de Asinio Polión para formarse en retórica y cursar allí los estudios superiores. En la capital del Imperio llegó a conocer y tratar a los intelectuales más poderosos de su tiempo; fue amigo de muchos de ellos, senadores, políticos, militares. En su obra conservada cita a más de 120 intelectuales con los que trabó conocimiento y amistad. Algunos eran béticos y tarraconenses. Aquellos hombres fueron la punta de lanza que abrió paso a las siguientes generaciones de hispanos, quienes seguirán prosperando en la Roma imperial. Invertirán sus riquezas en cultura y poder político.