De la misma forma que calentarnos y cocinar nos formó, el que se nos esté quemando el planeta tendríamos que valorarlo como enemigo directo de cara a nuestra supervivencia.
Somos como somos por el fuego. Ese elemento básico, que Empédocles incluyó entre los cuatro principios de todas las cosas, ha conformado nuestra especie. La llama controlada, en efecto, es punto inicial de lo cultural. La herramienta más decisiva de cuantas hemos incorporado a nuestra propia evolución.
Ningún otro animal hace fuego. Mucho menos lo provoca, con las penosas consecuencias en absoluto reconocidas cuando poco o nada nos ayudaría mejor a enfrentar la gran catástrofe que padecen los bosques. Porque de la misma forma que calentarnos y cocinar nos formó, ahora, el que se nos esté quemando el planeta, tendríamos que valorarlo como enemigo directo de cara a nuestra propia supervivencia.
«Los bosques calcinados, en casi todos los rincones del mundo, se han convertido en la evidencia más concreta del desastre climático»
Pretendo recordarles que el abismo más grande que puede darse entre dos realidades es el que tantas veces llega a darse entre un bosque y las cenizas a las que tantas veces queda reducido. El mejor logro de la historia de este planeta, su ámbito más hospitalario, la gran fonda de la vida, en fin, lo que sostiene buena parte de lo esencial de este mundo, queda convertido en una casi nada. Pasa de la suprema delicia a la rotunda tortura.
Todo ello cuando el bosque es el mejor traje de este planeta. Nada viste mejor a los territorios, del tipo que sean, que las arboledas. No hay color más cómplice de la vida que el verde. La antítesis, por supuesto no solo cromática, es el negro de los tizones, el gris de las cenizas. Lo quemado acoge el color del vacío en lógica correspondencia con el ingente desahucio que supone un fuego de bosques.
Tampoco desgracia alguna sucede a mayor velocidad. Porque cuando un árbol, pongamos que con 50 años de vida, arde y muere en un minuto, a veces son solo segundos, quiere decir que ha desaparecido 26 millones de veces más rápido que el tiempo invertido en crecer. Por tanto, a mayor velocidad que la de la luz.
Un raudo viaje que va desde ese máximo posible que es un árbol, fabricando vida a partir del agua y la luz, a unas pavesas. Carboncillo vegetal que como mucho puede abonar ligeramente los suelos, caso de que no lo arrastre la lluvia torrencial y se convierta en una segunda desgracia, pues puede pasar a ser contaminación en los cursos fluviales, playas, rías, deltas y estuarios.
Los bosques calcinados, por cierto en casi todos los rincones del mundo, se han convertido en la evidencia más concreta del desastre climático. Las altas temperaturas nos están arrebatando el principal antídoto precisamente contra el calentamiento global. Están quemando la mejor medicina, la más barata y eficaz. Nos adentran, pues, en una de las más olvidadas tragedias de un presente cuajado de ellas. Entre las que destaca no reconocer como tragedia propia la tragedia de nuestros bosques y, por tanto, del aire que respiramos, el agua que bebemos y el alimento para el espíritu que también son los árboles.
Algunos mantenemos que es la extraordinaria velocidad con que están consolidándose las mutilaciones del derredor lo que caracteriza realmente a la crisis ambiental y social. Todo cambia y se adapta al cambio si se le da un mínimo tiempo para ello. Pero las llamas corren demasiado rápido en demasiados lugares.
Hace dos ejercicios, es decir en el año 20, nuestro futuro quedó mutilado por la pérdida, a escala planetaria, de tantos árboles como todos los que crecen en nuestro país. Algo así como entre 15 y 18.000 millones. Los incendios de la taiga siberiana, media Australia y buena parte de California, junto con los del Mato Grosso brasileño y los de las regiones mediterráneas, acabaron con semejante cuantía de imprescindibles. Este verano está siendo también devastador en casi todos esos mismos lugares.
En cualquier caso, al incendio suele acompañar la reiterada tragedia de que apenas se ataja el desastre con unos mínimos de coherencia. Sobre todo si nos centramos en reconocer el verdadero valor del bosque. Algo que debería ser el núcleo de las informaciones. El parte de bajas comenzaría con los efectos del humo, es decir, partículas en suspensión añadidas a un aire ya saturado de CO2 y sus calores. No menos la afección a otra materia prima de la vida que es el suelo. Deberíamos dar cifras totales de árboles quemados y al menos una estimación de la fauna y flora perdidas. Recuerdo, al respecto, que en cada hectárea de bosque pueden llegar a vivir un par de millones de insectos y muchos miles de miles y miles de millones de microorganismos fundamentales para la fertilidad. En suma, que también se queman la vivacidad, la fertilidad, la transparencia, los ciclos climáticos y no poco de nuestro mismo futuro.
En cualquier caso, en este país hemos mejorado mucho en cuanto a los medios y profesionalidad puestos en juego a la hora de combatir los incendios forestales, pero no tanto en evitar que empiecen los fuegos.