En estos días desgraciados, en los que estamos sufriendo una horrorosa pandemia, con sus inevitables y muy graves consecuencias personales, sanitarias, sociales y económicas, creo que se está descuidando algo por completo fundamental, como es el exacto cumplimiento de la Constitución. No me refiero solo al mal ejemplo que se ha venido dando de un formato de ruedas de prensa presidenciales o ministeriales difícilmente concebibles en cualquier país democrático, problema que ya parece, afortunadamente, resuelto; ni tampoco al inadecuado lenguaje del presidente del Gobierno en sus últimas comparecencias televisadas, utilizando un tuteo paternalista al dirigirse a los ciudadanos y proclamándose, literalmente, de manera poco conciliable con la realidad de nuestro sistema institucional, como “el representante” o “el máximo representante” de “la nación en su conjunto”, cuando resulta que a la nación la representan únicamente las Cortes Generales, como bien dice la Constitución, y al Estado, como también la Constitución manda, solo lo representa el Rey. El presidente del Gobierno representa al poder ejecutivo, y nada más. Este “presidencialismo”, incompatible con nuestra monarquía parlamentaria, y que va calando, quizás por inercia o ignorancia, se corresponde con la deriva cesarista en los partidos y en el mismo poder ejecutivo que desde hace años estamos experimentando, lamentablemente.
A lo que sí me refiero, de manera principal, porque me parece que tiene mayor gravedad, es a la exorbitante utilización del estado de alarma. En primer lugar, la declaración del estado de alarma no puede legitimar la anulación del control parlamentario del Gobierno, como parece que está sucediendo, porque la Constitución establece que el funcionamiento de las Cámaras no podrá interrumpirse durante la vigencia de cualquiera de los estados excepcionales, y porque la ausencia de previsiones en los reglamentos del Congreso y el Senado para circunstancias como la presente no es obstáculo para que las presidencias de las respectivas Cámaras usen el poder que tienen para suplir esos reglamentos en casos de omisión y adaptar el funcionamiento parlamentario a las limitaciones sobre las reuniones o incluso sus modalidades no presenciales que la situación exige. Parece que ya se anuncia una futura rectificación de esa criticable ausencia de control, pero para juzgarla habrá que esperar a ver su alcance.
En segundo lugar, la declaración del estado de alarma no permite, a su amparo, decretar, como se ha hecho, la suspensión generalizada del derecho de libertad de circulación y residencia de los españoles, medida que solo puede adoptarse en el estado de excepción, como determina el artículo 55.1 de la Constitución. Nuestra Norma Fundamental, en ese sentido, es perfectamente clara. Y también la Ley Orgánica 4/1981, al permitir, en su artículo 11. a), en el estado de alarma, “limitar la circulación o permanencia de personas” en “horas o lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”.
Ordenar una especie de arresto domiciliario de la inmensa mayoría de los españoles, que es lo que realmente se ha hecho, no es limitar el derecho, sino suspenderlo, y esa conclusión resulta difícilmente rebatible desde un entendimiento jurídico correcto, y en tal sentido la medida adoptada creo que es bien distinta de la normativamente estipulada para el estado de alarma. Sí se corresponde con el estado de excepción, que tiene prevista esa posibilidad de suspensión en el artículo 55.1 de la Constitución y en el artículo 20 de la Ley Orgánica 4/1981. La protección de la salud es una finalidad que legitima la actuación de los poderes públicos, por supuesto, y más aún, es una obligación que les viene impuesta, pero ese objetivo solo puede llevarse a cabo a través de las reglas del Estado de derecho. Ambas obligaciones son, y deben ser, perfectamente compatibles. El confinamiento general, salvo determinadas excepciones, de las personas en sus domicilios ha sido, probablemente, una decisión necesaria para intentar atajar la pandemia, y debemos aceptarla y sufrirla resignadamente, pero siempre que se haya respetado escrupulosamente la forma que la Constitución exige, algo que, a mi juicio, no se ha hecho, por lo que acabo de decir.
Por no hablar de la escasa adecuación a la Constitución de algunas de las medidas económicas que al amparo del estado de alarma se están adoptando, cuyo examen habrá que dejarlo para otra ocasión, pues el espacio de un artículo de prensa es limitado. De todos modos, sí parece pertinente adelantar al menos que, frente al intento de un alto cargo del Gobierno de legitimar algunas de las medidas económicas y sociales adoptadas y que en el futuro pudieran adoptarse apelando a lo previsto en artículo 128 de la Constitución, hay que dejar bien claro que dicho precepto no dota de poderes omnímodos al Estado, ni siquiera en situaciones de excepción, por la sencilla razón de que está inserto en una Constitución democrática que impide cualquier despotismo. La proclamación por aquel precepto de que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general” no puede entenderse ni aplicarse al margen de las demás prescripciones constitucionales que garantizan los derechos de los ciudadanos, la libertad de empresa en una economía de mercado, la seguridad jurídica y la proscripción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Incluso en casos de emergencia nacional, nuestra Constitución pone límites al derecho de excepción, estableciendo, en su artículo 116, los supuestos habilitantes, las medidas a adoptar, sus límites y su control, político y jurisdiccional. Por ello, en España, las situaciones de excepción no permiten el establecimiento, para intentar resolverlas, de una dictadura constitucional, sino solo un reforzamiento de los poderes del Estado que no autoriza, sin embargo, la derogación completa de las garantías constitucionales.
La Constitución forma una unidad, y no cabe elegir a capricho cualquiera de sus partes, ya sean, por ejemplo, el artículo 116 o el artículo 128, desconociendo el resto. Del mismo modo que el Estado social, garantizado por la Constitución, no permite dejar sin garantías al Estado democrático, que es lo mismo que decir que la consecución de la igualdad no permite la abolición de la libertad, sino que obliga al equilibrio entre ambos valores. Parece mentira que haya que recordar a ciertos políticos algo tan elemental. España es, por fortuna, un Estado democrático que impone, en toda circunstancia, el control político del poder, y un Estado de derecho, que exige, sin excepción, su protección por jueces y tribunales independientes. Y también, ha de esperarse, su salvaguarda por la inmensa mayoría de los ciudadanos, que, al socaire de una enorme desgracia sanitaria, no deben permitir que se debilite la democracia conseguida hace ya cuarenta años. Creo que igualmente cabe confiar en que esa protección la otorguen aquellos partidos, incluido el socialista, que hemos de considerar como sostenedores del sistema político que los españoles nos dimos hace ya cuarenta y dos años. Y, por supuesto, también ha de esperarse que esa protección provenga del Gobierno, siempre que, corrigiendo los errores cometidos, algo que, al parecer, ya ha comenzado a hacer, actúe de aquí en adelante con la convicción de que a la Constitución hay que tomársela completamente en serio.