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La muerte solitaria de Juan Manuel, un maratoniano sano de 72 años: «Los médicos no hicieron nada»

Quico Alsedo

De una vitalidad desbordante -viajó por todo el mundo, hablaba seis idiomas, corría maratones desde los años 70, aún boxeaba todos los días-, Juan Manuel Ruiz cayó rápido y solo víctima del virus: ni un saturación de oxígeno del 91% hizo que le llevaran a un hospital. Es uno de los miles que han muerto en la soledad de su hogar

Un tipo capaz de hablar seis idiomas, entre ellos ruso y japonés, aprendiéndolos en casa -«toda mi juventud era levantarme de resaca y mi padre con las cintas en casa», dice su hija Rebeca-.

Un pionero de las carreras populares en España, que en los 70 se calzaba las zapatillas para hacer piña con otros locos como él, ‘runners’ en el siglo ‘equivocado’. Un tipo, sobrecargo de Iberia durante 30 años, con tal don de gentes que era capaz de conocer a un turista japonés en la Puerta del Sol, «y llevárselo a Cuenca a su huerta a enseñarle a usar la azada».

Un padre tan entregado a su única hija, aquejada de esclerosis múltiple, que de allá a donde viajaba traía medicamentos y soluciones -«estuvo un año trayéndome de Israel un medicamento que aún no había en España y de Cuba me trajo un remedio de allá, veneno de alacrán»-, además de hacerle la vida más fácil ahora, cada vez que la enfermedad aprieta y Rebeca, de 45 años, no puede levantarse de la cama a recoger a los niños del cole.

Así fue la vida, del todo normal pero del todo extraordinaria, como todas por otra parte, de Juan Manuel Ruiz Martín. Una vida bien vivida, que terminó en una muerte sorda, muda, anónima, solitaria, inmerecida.

Después de dos semanas con síntomas de coronavirus y de decenas de llamadas al 112, al fin un médico del centro de salud se acercó a su casa, en el barrio madrileño de Prosperidad. Aunque tenía 91% de saturación de oxigeno en sangre y llevaba días con más de 39 grados centígrados de fiebre, el facultativo apenas le prescribió dos cosas: paracetamol y cuarentena en casa.

«Le llamaremos en tres días para hacer seguimiento», cuentan que le dijeron tanto su hija como su historial clínico, al que ha tenido acceso EL MUNDO. Dos días después, Juan Manuel moría solo, en la cama de su casa, de un coronavirus que enseñó en él varias de sus caras, pero «dio igual, porque ni el 112 ni los médicos hicieron nada», dice Rebeca.

Con su hija Rebeca, recién nacida, en 1976.
Con su hija Rebeca, recién nacida, en 1976.

Ella, para más inri, ni siquiera pudo acercarse mínimamente a su padre en esos últimos días, más que por teléfono, por mor de su esclerosis y de su diabetes tipo 1. Su padre, un apoyo fundamental en su vida, sobre todo en los peores ratos, se marchó sin siquiera poder decir adiós. «No me llames tanto al móvil, por favor, que me agota», cuenta Rebeca que le dijo en sus últimos días. Juan Manuel pensaba que, como en sus maratones, iba a poder con todo. Murió con el teléfono a su lado, en la mesilla de noche.

De las víctimas del Covid-19 se ha contado con profusión su muerte, pero no tanto su vida. La mayor parte de ellos personas de edad, el decurso más activo de su vida parece lejano. Pero fue tan vívido y real como el de cualquiera. No fueron siempre ancianos.

Aprendiendo inglés en una granja de pollos

Juan Manuel, nacido en Madrid el 25 de septiembre de 1949, decidió desde muy pronto que la España franquista se le quedaba pequeña. «Era un loco de viajar, siempre supo que era lo que quería hacer», cuenta Rebeca. En cuanto tuvo edad se fue a Inglaterra, cerca de Londres, a aprender inglés. Ahí se forjó, cuenta su hija, otra de sus formas de mirar. «Estuvo trabajando en una granja de pollos. No volvió a comer pollo nunca».

Trabajó en la agencia de viajes Wagons-Lits, pero él quería más: «Se sacó el título de piloto de avión comercial, pero para homologarlo en España le pedían un dineral de la época, y él no quería que lo pagaran sus padres, que eran gente humilde. Mi abuelo era maitre en El Bodegón, un restaurante muy conocido de Madrid, y mi abuela trabajaba en Telefónica. Y él tenía su apoyo, pero todo lo que hizo, lo hizo solo».

El fallecido por Covid-19, con una de sus nietas, en el Retiro de Madrid.
El fallecido por Covid-19, con una de sus nietas, en el Retiro de Madrid.

Solo aprendió a defenderse, cuenta su hija, en «inglés, francés, italiano, ruso y japonés». Iberia fue su casa durante décadas, y su hija su debilidad… Más aún cuando a ella le diagnosticaron esclerosis múltiple, en 2001, con 25 años. «Ahí en España sólo había un medicamento, pero que parecía no del todo seguro, el interferón. Pues él movió todo para buscar otros gracias a sus contactos en Iberia, y durante un año me trajeron de Israel, gracias a la embajada, otro mucho más inocuo, hasta que se comercializó aquí».

Juan Manuel, tras la marcha de su mujer a Cuenca a cuidar de un negocio familiar, no dejaba de buscar por todo el mundo remedios para la enfermedad de su hija. «De Cuba me vino con un botella de Coca-Cola de plástico con un líquido dentro. Era veneno de alacrán, se lo había dado una monja que tenía esclerosis, y que se trataba con eso. Jamás lo tomé, imagínate», ríe por un momento Rebeca.

Con esta vitalidad encaraba Juan Manuel una buena vejez -«seguía corriendo cada día, hacía boxeo en el gimnasio de un conocido, tenía amigos por todas partes»- cuando el 12 de marzo, dos días antes de instaurarse el estado de alarma, comenzó el baile ya conocido: un poco de fiebre, tos, dolor de cabeza. «La fiebre fue subiendo y días después ya tenía 39 de forma estable, pero como él era un tipo fuerte decía que era gripe, que con paracetamol e hidratación lo superaría».

«¿Quiere llevarlo a un hospital y que se contagie?»

El 19 de marzo su hija le registra en la web de la Comunidad de Madrid para el seguimiento de posibles casos de coronavirus. Un día después, «ante el hecho de que no le hubieran llamado, me puse en contacto con el Summa [el servicio de emergencias médicas madrileño] y me dijeron que no eran síntomas de coronavirus, a pesar de que lo eran claramente. Me dijeron: ‘¿Qué quiere, llevarlo a un hospital y que se contagie de verdad?'».

Rebeca mandó a su marido a casa de su padre con algo de comida, medicinas, mascarillas y un saturador de oxígeno, clave esto último: durante los peores momentos del Covid-19, la dificultad para respirar era uno de los síntomas centrales para identificar el virus, y la saturación de oxígeno su mejor termómetro.

«Por eso sabemos que tenían que haber operado de otra forma», asegura la mujer, que ha denunciado ante la Fiscalía los hechos, con la ayuda de la Asociación del Defensor del Paciente. Según el historial médico de los últimos días en la vida de Juan Manuel Ruiz Martín, el día 23 de marzo tenía un 94% de saturación y un día después un 91%, una cifra ya suficientemente baja como para ser trasladado a un centro hospitalario.

Ese mismo 24 de marzo le visitó en su casa una doctora del centro de salud. «Le tomó la saturación, que era de 91% según ella, lo mismo que daba en nuestro saturador, pero le dijo que no hiciera nada, que no se fuera a ningún hospital, que se quedara en casa y tomara paracetamol y se hidratara… Yo entiendo que en ese momento quizás no sabían bien a qué se enfrentaban, pero a mi padre tendrían que haberle llevado a un hospital, estaba clarisimo».

El 23 de marzo, cuando Rebeca mandó a su marido a ver a su padre con un cargamento de medicinas y unas albóndigas, Juan Manuel se comió las albóndigas «y le sentaron bien». Luego vomitó, «y fue lo último que comió».

El 24, cuando fue a verle la médico, ésta estableció seguimiento teléfonico cada tres días. Ni 48 horas más tarde, Juan Manuel Martín Ruiz había muerto.

Fecha de publicaciónjunio 02, 2020

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