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Los Tercios del Mar

Magdalena de Pazzis Pi Corrales. Universidad Complutense de Madrid. Academia de las Ciencias y las Artes Militares. Sección de Historia Militar.

A lo largo de los siglos modernos, la Monarquía Hispánica tuvo que hacer un extraordinario esfuerzo para proteger y mantener sus posesiones y no siempre con los resultados deseados. El carácter de los territorios que la integraban y la necesidad de dominar el mar para sostenerlos, forzó a sus gobernantes a una política de guerra naval, defensiva y ofensiva, adecuada a las variadas circunstancias que se fueron presentando en la relación de amistad o enfrentamiento con el resto de las potencias europeas. En consecuencia, fue lógico el creciente número de hombres que se hacían soldados para luchar en tierra o en el mar.


En el caso concreto del ámbito marítimo, las nuevas fronteras surgidas del descubrimiento de territorios desconocidos y de la conquista, el incremento notable de las actividades piráticas y corsarias al acecho de las naves españolas y su general hostilidad al crecimiento de la preeminencia hispánica, exigieron una potente cobertura naval para defender y salvaguardar los caminos marítimos y los territorios de los distintos reinos y posesiones integrados en la Monarquía. Tal realidad se tradujo en la protección de armadas con destino a las Indias con el resguardo de convoyes de guardia, y en la constitución de específicas fuerzas de ataque −las armadas− para llevar a efecto las jornadas en el mar en las que los tercios subieron a bordo como núcleo de intervención rápida.


Tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, el Pacífico o en el mar de las Indias, los soldados españoles embarcaron para luchar contra el enemigo, al igual que también lo hicieron las unidades de infantería extranjeras tomadas a sueldo −italianas, alemanas, suizas y valonas− combatiendo en todos los escenarios donde eran precisos. Al igual que también lo hizo la variada tipología humana a bordo, desde los hombres de mando, la gente de cabo (gente de guerra −soldados y aventureros− gente de mar –marineros y artilleros) y la gente de remo entre los que se contaba la chusma, un conglomerado de individuos, religiones, razas y diferentes sentimientos, encargados de bogar si la propulsión era a remo o, en caso contrario, de la maniobra del velamen; integrada por voluntarios («buenas boyas») que negociaban su servicio y sueldo dentro de las condiciones de su estancia en el barco; y los forzosos entre los cuales estaban los forzados o condenados por sentencia judicial −ladrones, blasfemos, bígamos, desertores, etc− llamados galeotes y los esclavos, originariamente cautivos que procedían de presas y cabalgadas hechas contra turco y berberiscos. Ni qué decir tiene que tal variopinta mezcolanza humana con desigual experiencia a bordo, destreza en el uso de las armas o escasa y nula instrucción hacía la convivencia sumamente difícil.


Anunciada la empresa naval concreta, se procedía al embarque, algo que se hacía en orden, pero también con lentitud, pues las inclemencias meteorológicas a veces impedían o retrasaban su salida, lo que hacía que las vituallas acumuladas y previstas en las cantidades para el tiempo de permanencia en el mar, se consumían con antelación. Por otra parte, la existencia a bordo no resultaba nada fácil ya que en la mar concurrían graves inconvenientes que no todos eran capaces de superar con holgura. Al alojamiento y a las estrechas condiciones materiales de espacio se unía la falta de higiene, la escasa alimentación, la larga espera en el mar, tediosa, difícil en la relación entre soldados y marineros, el temor al naufragio o la lenta muerte cuando las exiguas condiciones sanitarias apenas aportaban remedios eficaces.


En efecto, el hacinamiento era lo habitual, el hedor de los fletados durante semanas y meses, lavados en el mejor de los casos con agua putrefacta, resultaba insoportable; por otra parte, viajaban todo tipo de «inquilinos»: pulgas, piojos, chinches, cucarachas, ratas y otros roedores deambulaban por doquier en las embarcaciones. Además, si analizamos las raciones en el barco, es obvio que no suponían el atractivo para la vida a bordo, si bien era mucho en comparación con la vida de miseria y malnutrición de la que provenían los embarcados. La falta de alimentos frescos se suplía con el elevado consumo de pan y bizcocho, hecho con harina de trigo integral, al que se añadía levadura antes de inflarlo para introducirlo en el horno, asado después de nuevo a temperatura moderada para que se secara y durara más que el pan corriente. Junto a estos ingredientes, el vino, el agua y la cerveza −especie de fango verdoso porque se decía que «se mareaba» en el mar− y el resto de la dieta: arroz, habas, garbanzos, tocino, pescado, queso y otras legumbres.


Y luego estaban los largos días en el mar, con mucho tiempo libre antes de entrar en combate. La convivencia entre los embarcados era compleja y había que consumir el tiempo, evitar el aburrimiento, jugando a los naipes, al ajedrez, «a las carreras de animales», a los dados, a la taba… o a los juegos de azar, teóricamente prohibidos. También pescaban, nadaban, representaban obras de teatro, participaban en ceremonias religiosas, leían libros piadosos, de antiguos clásicos y novelas de caballería, quienes sabían hacerlo. E, igualmente, recibían instrucción para las funciones que debían desempeñar en combate, el adiestramiento, la disciplina y el orden que debían guardar. Todo ello acompañado de una frecuente invocación a Dios, la Virgen y los santos y el consecuente rezo antes de entrar en combate, en medio de una tormenta o naufragio o cuando que había que luchar contra herejes e infieles. Por ello, la presencia religiosa en los barcos significaba un habitual y recurrente consuelo, manifestado en las proas y popas de los navíos en los estandartes o en sus nombres: San Martín, San Mateo, San Lucas…


Bandera del Tercio viejo de la Mar de Nápoles


La subsistencia en el mar, en espacios pequeños, durante mucho tiempo a bordo, con largos meses sin entrar en combate, con una existencia tediosa y aburrida, se combinaba con un elemento habitual en los barcos: las enfermedades. En efecto, los males que padecieron los embarcados fueron más letales y mataron más lentamente que un cañonazo, una lanza o un arcabuz. Desde, el mareo que, sin ser contagioso, constituía un padecimiento corriente, a las fiebres, disentería, peste, acompañados de malnutrición, infección de heridas sin remedios sanitarios adecuados y ausencia total de unas mejoras higiénicas y médicas que aún tardarían en llegar.

Y, por fin, la batalla. Hay que imaginar el ensordecedor ruido, el desconcierto, la alarma, la sangre, la confusión, la ausencia de visibilidad… Cuando comenzaban los disparos, las densas nubes de humo oscurecían el escenario del enfrentamiento, restringían la visibilidad de los combatientes y hacían relativo el alcance de cualquier arma. Los cañonazos del barco enemigo, los primeros momentos de confusión, el desbarajuste y la desorganización generalizada se abrían paso. Durante las ofensivas navales había un alto porcentaje de muertos, heridos y enfermos y, si era elevado el número de fallecidos directamente en el día del combate, no era menor el número de los que caían a medida que transcurrían minutos, horas, días o semanas sin la prestación médica adecuada, siempre dependiendo de la duración de las campañas y el tiempo embarcado en el momento del combate.


Las consecuencias de la batalla en los barcos fueron diversas. La muerte por impacto en órganos vitales o contusiones graves, a veces las lesiones −aunque de menor consideración− podían acabar con la vida de los convalecientes por las frecuentes infecciones y la propia ignorancia médica para combatirla con los recursos quirúrgicos de los que se disponía entonces. Quizá era mejor morir, porque, cierto es que era una solución final, pero rápida y resultaba mejor que vivir el resto de los días tullido, con la ausencia de un miembro vital para la vida normalizada…


Y comprobamos cómo los tercios del mar combatieron en numerosos enfrentamientos navales con victorias o fracasos de los que pueden señalarse: La jornada de Argel (1541), la batalla de Gravelinas (1558), el asedio a Malta (1565), Lepanto (1571), la conquista de Amberes (1585), las campañas de las Azores (1582 y 1583), la Gran Armada (1588) y la batalla de las Dunas (1639). Y lo hicieron con valentía, arrojo y profesionalidad, dando lo mejor de sí por el rey y por la patria, aunque con distinta suerte en el resultado final.


Al acabar la empresa naval, cuando barcos y hombres regresaban a sus puertos de salida, algunos soldados y marineros volvían a embarcar; otros, sin embargo, daban por concluida su carrera militar, se licenciaban y quedaban exentos de sus obligaciones castrenses, abandonando el ejército o la armada. Un elevado número lo hacía por edad o por enfermedad, pero una gran mayoría se encontraba sin fortuna y ocupación alguna. Si bien algunos regresaban a lo que conocían, porque añoraban el único modo de vida que habían vivido, otros, simplemente, volvían a sus lugares de origen, a sus hogares, al calor y protección de sus familias, en la esperanza de recibir por sus servicios alguna merced o hacienda. Cierto es que algunos trataron de encontrar acomodo en determinados lugares o recluirse en instituciones religiosas, buscando refugio y consuelo en la vida espiritual, profesando en alguna orden para acabar su vida en paz, próximos a Dios, pues no en vano la Monarquía Hispánica y sus habitantes se declararon mayoritariamente católicos y una de las razones de su lucha fue el mantenimiento de la catolicidad en sus fronteras.

Fuenteacami.es
Fecha de publicaciónAño 2020

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