La guerra sin cuartel de Rusia contra Ucrania acentúa los rasgos totalitarios del régimen y provoca su aislamiento global.
En Ucrania se libra una guerra desatada, no la operación relámpago que Putin esperaba. Ni la épica resistencia interna de Ucrania ni la campaña masiva de solidaridad de Europa estaban en sus planes cuando lanzó la invasión de Ucrania el jueves, 24 de febrero, hace once días. Tampoco la reacción días después de la UE al asumir por primera vez en su historia el envío de material de combate en auxilio del Ejército ucranio ni el goteo creciente en la misma Rusia de disidentes opuestos a esa guerra de conquista. Algunos relevantes responsables de instituciones culturales de Rusia, unos pocos milmillonarios oligarcas y núcleos de ciudadanos valientes se resisten a dar por buena la lógica de la razón imperialista que agrede militarmente a su vecino débil e indócil. Empiezan a tener efectos reales en el valor del rublo y en la economía rusa las múltiples sanciones acordadas por la UE y el G-7, a lo que hay que sumar la suspensión masiva de tratos comerciales y el abandono del país de las mayores empresas internacionales, desde tecnológicas hasta fabricantes de ropa. La desestabilización de la economía mundial y las incalculables pero reales consecuencias de la guerra afectan ya a Occidente pero también la Rusia de Putin está siendo víctima de su propia guerra, y puede ser ese uno de los daños internos que permitan un cambio de horizonte. La congelación de los fondos de los oligarcas del círculo del poder empieza a tocar el dinero de quienes se creyeron protegidos a perpetuidad por el Kremlin, y es el Kremlin el que ahora pone en riesgo sus fortunas en el extranjero.
Pero es Putin quien sigue al mando en una guerra sin cuartel: no respeta los corredores humanitarios y el ataque a la central nuclear de Zaporiyia, a menos que fuera un error, solo puede salir de una mente nihilista, dispuesta al suicidio colectivo antes que a renunciar a sus siniestros propósitos. Arriesgarse a desencadenar una explosión nuclear en la mayor central de Europa para cortar la producción de electricidad a los territorios controlados por el Gobierno ucranio es una decisión de una irresponsabilidad diabólica y probablemente un crimen de guerra, con ciudades desabastecidas, sin luz ni calefacción. Hoy, solo 11 días después del comienzo de la invasión, se cuentan ya más de 1.300.000 refugiados, en su mayoría mujeres y niños, en caravanas desesperadas saliendo hacia otros países. Por eso sigue siendo fundamental acogerlos, suministrar ayuda humanitaria a la población y militar al Ejército de Ucrania, ante una ofensiva aplastante.javascript:falsePUBLICIDAD
Más allá de especulaciones fundadas en rasgos psicológicos y la experiencia histórica, nadie está en condiciones de prever la evolución de la guerra ni los pasos que Putin está dispuesto a dar en el uso de armas químicas o incluso de armamento nuclear. No hay indicio alguno que permita deducir una desescalada o siquiera un alto el fuego creíble que active una mesa de negociaciones sin la extorsión flagrante bajo la que se celebraron las dos anteriores (ni la prevista para mañana lunes). Cualquier presunta conversación tiene hoy el ruido de fondo de los bombardeos de la aviación sobre la población civil y las explosiones de los misiles lanzados indiscriminadamente en ciudades habitadas, con el reguero de desesperados refugiados y niños ateridos de pánico. La emisión en directo que ofrecen las redes y sus vídeos contraprograman la propaganda rusa sobre presuntos objetivos militares concretos mientras el estrangulamiento de los medios en Rusia, con penas de cárcel de hasta 15 años, ha dejado al país sin información veraz hacia dentro y hacia fuera. Hace años que el Kremlin persigue con ensañamiento la información libre y la invasión ha completado el círculo. La guerra que ha lanzado él mismo ha culminado la construcción de un poder ilimitado, pero la misma guerra puede ser el error que provoque un aislamiento insoportable en un mundo globalizado y abierto.