La violencia está presente en la guerra de relatos que protagoniza EH Bildu. El daño, el dolor que causa la imposición del relato, no es solo inmoral en sí mismo, sino que además se está perdiendo ante muchos jóvenes vascos. Y eso es lo peor. Conviene contribuir a contrarrestarlo invirtiendo de forma completa ese mecanismo legitimador que hace imposible el blanqueo de ETA y, menos aún, el de sus blanqueadores batasunos. ETA no ha sido, como la propia organización y sus acólitos han dicho siempre, quien tomó las armas por el pueblo vasco ni la que mantuvo una heroica batalla en su nombre. Con la acción radical y violenta, respondía a una intensa demanda nacionalista que la justificaba y urgía.

El orden de factores ha sido el contrario. Lo que existió fue una ETA que se resistió a la desaparición a pesar del marco democrático. Vino detrás la izquierda abertzale, que nació precisamente para justificarla. En realidad, fue esa aberrante pervivencia de la organización terrorista la que creó la organización social abertzale y su perspectiva ideológica. La acción de la banda, mantenida con toda su crudeza en un régimen de plenas libertades democráticas, no sirvió solo a la muerte y a la destrucción. Su propia necesidad de legitimación dio lugar a un entramado ideológico, organizativo y de control social que ha enturbiado con signos totalitarios la vida en el País Vasco.
Empecemos por lo primero. Tal y como se estudia por los teóricos de la política desde hace más de cien años, las organizaciones generan un interés propio que en ocasiones se sobrepone a la demanda social que les dio vida. ETA no ha sido ajena a esa tendencia, persistiendo en la democracia por la voluntad de los dirigentes más brutales, reticentes a una renuncia a la violencia que deshacía su liderato. En realidad, ese interés específico de la burocracia organizadora del terror ha sido la base de la desgraciada historia de Euskadi en democracia. Su interés propio de sobrevivencia es lo que ha generado la iniquidad moral que conocemos, no la existencia de una demanda nacionalista que tenía otras vías de expresión. Sus dirigentes tuvieron que vivir en la clandestinidad, pero no se puede desdeñar la importancia del prestigio y el estatus que dio siempre el ser guardián de las sagradas siglas.
En la «organización» hubo muchos momentos en los que se planteó el cese del terrorismo y su propia desaparición como estructura. Pero una especie de cooptación negativa ha llevado al extremo la autoselección como dirigentes de los más irreductibles de la violencia. Han sido siempre los pistoleros los que se han impuesto en todas las disputas, quizá simplemente por algo muy prosaico: vencían los que ponían literalmente las pistolas sobre la mesa del debate.
Ya en la escisión ETA político-militar/ETAmilitar, producida en 1974, se vislumbra ese fenómeno. ETA político-militar aceptó una mayor presencia en su estrategia de la lucha social y se disolvió al llegar la democracia. Posteriormente, los cambios en la dirección etarra han supuesto siempre un paso adelante en la escalada del terror. Por citar dos casos cruciales, la muerte en 1986, y en extrañas circunstancias, de Iturbe Abásolo, el líder de la vieja guardia y partidario de la negociación, vino a aupar a la dirección a la troika de irreductibles Beriazak, Múgica Garmendia, Santi Potros y Álvarez Santacristina. Ellos pusieron en marcha la utilización sistemática del coche-bomba y ordenaron la matanza indiscriminada de Hipercor. Cuando esta dirección cayó en Bidart en 1992, fue sustituida por una «dirección de cuadros» formada ya en esa violencia máxima, como López de la Calle (Mobutu), Iñaki de Gracia (Iñaki de Rentería) y Mikel Albizu. Ellos acabaron proponiendo una tregua en 1998 con la organización diezmada, y ellos vieron cómo poco después otros nuevos dirigentes aún más brutales, y ya formados en la kale borroka, como Soledad Iparragirre y Gaztelu (Txapote), la dinamitaban.
En la progresión hacia el terrorismo cada vez más radical, las purgas violentas siempre fueron una constante. Fue el caso de «Pertur», líder de la vieja ETA y partidario en 1976 de recomponerla como partido. Desapareció, según todos los indicios, por orden de los dirigentes de los comandos «berezis», Apalategui y Múgica Garmendia. Otro caso conocido fue el de la etarra «Yoyes», dirigente fugada a México, quien regresó a España acogiéndose a medidas de reinserción social y que fue asesinada en 1986. Su caso, con ese terrorífico final, serviría de ejemplo a quienes intentaran lo mismo. Estos son los casos más conocidos, pero hubo más, pues muchas veces bastó con la amenaza de usar el aizkora. Cuando se produjo con su extremo horror el atentado de Hipercor, muchos militantes de ETA rompieron, pero mantuvieron su disidencia en silencio total bajo la amenaza terrible del hacha. Esta constante huida hacia adelante, siempre hacia la preeminencia ideológica del terrorismo más brutal, ha sido devastadora. ETA ha cercenado siempre los segmentos éticos, intelectivos e incluso de mera cordura que surgían en su seno hasta dejar solo viva la iniquidad absoluta.
Lo peor es que esta devastación se ha transmitido a buena parte de la sociedad, en concreto a la red organizativa y social de la izquierda aberzale, nacida de la justificación de cualquiera de sus acciones. Fue un proceso de retroalimentación que condujo a la miseria moral a una parte de la población, emplazada a legitimar ese in crescendo terrorista en una regresión solipsista que ha dominado un gran espacio social, con la delación, el señalamiento de objetivos y la amenaza como elementos cruciales de un totalitarismo de hecho.
La persistencia de los burócratas de la violencia, el empeño en legitimarlos más allá de cualquier límite por su mundo subalterno, es el auténtico relato que convirtió al País Vasco en una tierra de miedos universales y, por ende, de adhesiones casi incondicionales al terror de la banda. El libro «Patria» lo ha narrado bien. Pero ahora siguen en el mismo camino: dar credibilidad social a los que decidieron contra todo sentido moral mantenerse como irreductibles dirigentes de la violencia. En realidad, estamos ante un bucle de legitimidades. Bildu y demás necesitan blanquear la historia de ETA para presentarse ante las urnas como los mejores nacionalistas, como los más puros y virtuosos, dulcificando la atrocidad de su pasado. Otros necesitan ahora blanquear a Bildu para mantener inexorablemente su coalición.