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Siria, el laboratorio de la barbarie de Rusia

Ofer Laszewicki

El Ejército ruso ha perfeccionado su capacidad de destrucción y probado sus nuevas armas en el país árabe.

«Este es el manual de guerra perfeccionado durante diez años de guerra», reportaba el corresponsal de la BBC, Quentin Somerville, mientras recorría las apocalípticas calles de Járkov, al noreste de Ucrania. La localidad, hecha trizas, evoca la destrucción que sufrió la ciudad siria de Alepo. En el hospital local, conscientes de que podrían ser el próximo blanco, amontonan a niños y mujeres heridas en los pasillos. Las camas de las habitaciones junto a las ventanas serían mortíferas en caso de ataque.

En 2015, el Ejército de Rusia entró en la guerra de Siria para combatir junto a las tropas del dictador Bachar al Asad, teóricamente para neutralizar la expansión del Estado Islámico (EI).

En la práctica, las tropas y los cazas enviados por Moscú –su primera misión exterior desde el colapso de la Unión Soviética– emprendieron una devastadora campaña de bombardeos sobre las áreas bajo control de las facciones rebeldes. Como está ocurriendo en territorio ucraniano, golpearon centros médicos, escuelas o mercados sin pudor.

Desde Idlib, el último bastión al norte de Siria controlado por opositores –que sigue padeciendo los ataques rusos–, el grupo de salvamento «Cascos Blancos» comentó que «nos duele inmensamente comprobar que las armas testeadas sobre los sirios están siendo utilizados contra los civiles ucranianos». Ya lo reconoció el propio presidente Vladimir Putin en 2018: «Nuestro Ejército desarrolló una experiencia de combate en Siria con nuevos sistemas armamentísticos». Por primera vez, se utilizaron misiles balísticos intercontinentales, cazas de combate Su-57, el sistema de defensa antiaérea S-500 o los tanques Armata. Los sirios sufrieron en sus propias carnes el poderío de los misiles de precisión, misiles de crucero con recorrido de hasta 2.000 km, incesantes campañas de bombardeos aéreos, guerra cibernética o la expansión de fuerzas paramilitares.

Con la estrategia de arrasar todo, los rusos lograron apuntalar al régimen baasista en Siria mediante acuerdos de rendición forzados y el despliegue de sus botas sobre el terreno. Así, convirtieron al país árabe en un protectorado ruso con una privilegiada base en aguas mediterráneas. Ante la feroz resistencia que están protagonizando los reclutas ucranianos, que han probado su capacidad de neutralizar el avance de las fuerzas terrestres, Rusia vuelve a arrasar desde el aire. Según advirtió la Casa Blanca, el siguiente eslabón podría comportar el uso de armas químicas.

Grupos opositores sirios denunciaron que la tibieza de la comunidad internacional, que hasta el inicio de la invasión en Ucrania consideró a Rusia como un actor diplomático legítimo, cegó a Putin ante las barbaridades cometidas por su armada. Ahmad Rakan, desplazado en uno de los últimos bastiones rebeldes, recibió el proyectil de un caza ruso en su casa. «Nosotros, más que nadie, sentimos el dolor de los ucranianos», comentó a la agencia AP.

Siria no solo fue un laboratorio armamentístico: trajo consigo la consolidación de una nueva doctrina geoestratégica. Putin consideraba que el poder global de EE UU estaba en regresión, China iba al alza y Europa estaba dividida y ocupada en contrarrestar sus populismos internos. Jugando la carta diplomática, el Kremlin creó patrullas militares conjuntas con Turquía (miembro de la OTAN) en zonas fronterizas rebeldes; un acuerdo tácito para permitir a Israel bombardear objetivos proiraníes; o una coordinación con Washington para evitar que sus cazas chocaran sobre los cielos sirios.

Además, Rusia diseminó también su estrategia de propaganda y desinformación, que mediante el uso de bots contribuyó a «desmentir» que Asad utilizó armas químicas contra su propia población civil. En zonas bajo dominio del régimen de Damasco, se organizaron festivales para popularizar la cultura rusa, sus banderas y canciones tradicionales se reproducían por televisión, e incluso servían raciones de comida caliente a la población. Así, logro pintar al Ejército ruso como su «escudo defensor» contra el extremismo islamista que amenazaba al país. Esta semana, universitarios en la capital siria dibujaron una enorme «Z» humana, el símbolo que lucen los carros de combate del Kremlin en la ocupación del país vecino.

La presencia rusa en la base naval en la mediterránea localidad de Tartus no se estableció únicamente para contrarrestar el poderío militar de EE UU y la OTAN. El 8 de febrero, cuando Putin ya estaba acumulando miles de soldados en las fronteras ucranianas, seis buques de guerra fueron transferidos desde la base siria al Mar Negro para participar en ejercicios militares.

Durante la guerra de Georgia en 2008, Putin comprobó que había heredado un ejército incompetente, con armamento desfasado y pésimos sistemas de comunicación. La campaña militar en Siria sirvió como preparación para las fuerzas armadas rusas. La experiencia neutralizando a facciones guerrilleras, como fue el caso de Chechenia, no le bastaba para combatir a un ejército regular. El objetivo del Kremlin era consolidar una armada capaz de derrotar a un país con armamento moderno, como el de los países integrantes de la OTAN.

Definitivamente, Siria aportó la confianza que requería Putin para sentirse capaz de retar a Occidente. En el país árabe, su participación fue justificada como una “lucha contra el terrorismo”. Ahora, el pretexto para blanquear la destrucción masiva es derrocar a un gobierno ucraniano «golpista» y «desnazificar» el país.

Fecha de publicaciónmarzo 14, 2022

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