La centura pasada quedó marcada por violencia desatada y furibunda según recoge Julián Casanova en ‘Una violencia indómita: el siglo XX europeo’ (Crítica) Todos los adjetivos, no debemos olvidarnos del comodín dantesco, sirven para definirlo. El elegido por el historiador aragonés es la guinda al título de su último ensayo desde una evidente voluntad pedagógica, casi como si las páginas nos invitaran a recorrer Europa desde ese aspecto tan característico de un itinerario repleto de exterminios, matanzas y baños de sangre repartidos a lo largo y ancho de nuestra geografía.
El inicio siempre es una pregunta, y aquí sin duda es por qué. La respuesta obedecería a distintos parámetros de origen decimonónico, entre ellos, según el autor del libro, la gran diferencia entre las clases adineradas y las humildes, bien visible no sólo durante la Segunda mitad del Ochocientos, cuando el surgimiento del nihilismo y la propaganda por el hecho apunta a una sucesión en esas clásicas concatenaciones contra las cabezas visibles del poder entre asesinatos de reyes, primeros ministros y perfiles cercanos a esa órbita en la cúspide de la pirámide.
La diferencia con otras épocas, algo desde mi punto de vista no suficientemente ponderado en el volumen, es la trascendencia de los medios de comunicación como vehículo difusor de estos crímenes, pues tanto esos rusos primigenios como los anarquistas esparcidos por medio continente tenían muy presente el valor del foco mediático para expandir su evangelio entre puñales, revólveres, pólvora y dinamita.
De este modo conseguían replicar las omnímodas garras de las clases privilegiadas, con la aristocracia y la burguesía empecinadas en ostentar, como bien advirtió Max Weber en 1919, desde el Estado el monopolio legítimo de la violencia, en la metrópolis desde movientes económicos, territoriales en el escenario colonial, campo de pruebas para aplicar una serie de mecanismos después traspasados al continente, desde la limpieza étnica hasta la construcción de campos de concentración para el hacinamiento y tortura del enemigo, antitética si tomáramos al pie de la letra la supuesta misión civilizadora, comprensible, aunque injustificable, a partir de la guerra cultural por la supremacía racial, preludio de nacionalismos más furibundos sin necesidad de traspasar sus propias fronteras.
1914 como gran lanzadera
En este breve repaso previo a la Primera Guerra Mundial Casanova obvia dos vectores de gran relevancia. El primero se vincularía a través del crimen a la violencia casual, fruto del acelerón de la era. Jack el destripador – o más bien uno de los firmantes bajo ese nombre- declaró, inaugurado el siglo XX en 1888, siendo lo suyo acciones de crónica negra, bien distintas a las perpetradas por la policía cuando aplicaba todo su ardor en ventilar manifestaciones a golpe de porra. Hoy en día nos escandalizamos si algún participante pierde un ojo o si hay heridos de cierta gravedad. Hasta hace bien poco la decena o el centenar de bajas civiles en esas marchas era normal, y era así por lo impune de la autoridad, incontestada y dominante desde unos niveles de organización incomparables, y sólo cuando el proletariado aprendió ciertas lecciones y apostó, al menos en Occidente, por la configuración sindical pudo nivelarse la balanza.
Aun así, el gran salto para apuntalar el dominio de las altas esferas acaeció con el conflicto de 1914, cuando la logística alcanzó otro nivel desde las movilizaciones y los traslados de millones de hombres al frente bélico, algo apenas intuido con anterioridad. Este aspecto se vio más propulsado si cabe por un verdadero auge tecnológico, no sólo en lo armamentístico.
El gran problema de la Gran Guerra fue el exceso de confianza de esos mandamases. Podían disponer de los ciudadanos como carne de cañón sin calcular el daño del absurdo entre trincheras y motivos irrelevantes para esa soldadesca hastiada, como tan bien han reflejado películas como ‘Senderos de gloria’, de Stanley Kubrick, u obras literarias como ‘El miedo’, de Gabriel Chevalier y, desde un tono más ácido y actual, ‘Nos vemos allá arriba’, de Pierre Lemaitre.
Los mandamases podían disponer de los ciudadanos como carne de cañón sin calcular el daño
Estas componendas se nutrieron de otros ingredientes, algunos bien calculados en el orden de los factores, con otros fuera de la ecuación hasta disparar el termómetro a una fiebre insensata. Por un lado, el nacionalismo, causante de tantos millones de víctimas en los campos de batalla, campaba indiscutido en su fachada, impoluta en contraste con su interior, donde los mosaicos imperiales iban disgregándose para configurar un nuevo mapa, alud emocional desde el nacimiento e independencia de tantos países antaño supeditados. Esta situación podía ser el acicate para incrementar la persecución contra minorías, como sucedió en el Imperio Otomano, protagonista del primer gran genocidio del Novecientos al aniquilar por sistema al pueblo armenio, algo aún no reconocido por algunos parlamentos, como el español, y mucho menos por Turquía, heredera del Sultanato.
Por otro, la Primera Guerra Mundial no tenía la ideología como premisa para el combate, y como muestra el botón de los partidos socialdemócratas entregados a la causa al apoyar presupuestos extraordinarios dado lo insólito de ese verano de Sarajevo. La excepción irrumpió en una Rusia a la deriva con la revolución bolchevique, y así fue como izquierda y derecha ocuparon ambos polos del cuadrilátero con mucha ansiedad para hilvanar el mundo brotado de tanta ceniza.
Entreguerras como paradigma de violencia
El gran acierto de ‘Una violencia indómita’ estriba, desde mi parecer, en el apartado dedicado a entreguerras, al exponer con suma brillantez cómo la guerra civil europea tuvo continuidad entre 1918 y 1939 desde la amargura de los derrotados, algo bien palpable en ambos hemisferios del Viejo Mundo hasta prosperar en férreas dictaduras con sus antecedentes alemanes, itálicos y si me apuran españoles, vuelta de tuerca paramilitar ante la impotencia estatal para controlar las rebeliones socio-comunistas y llevar las riendas encomendadas durante los primeros años veinte.
Esos preludios fascistas tuvieron su gemelo soviético desde otras circunstancias, de la Revolución a la Guerra Civil hasta el éxtasis del Estado, reformulador de su tenaza con Lenin y Stalin, quienes optaron por un surtido espantoso para eliminar a disidentes, adversarios, oponentes y antiguos camaradas entre juicios, el célebre gulag, hambrunas programadas y un obstinado decálogo de ortodoxia para enmudecer, con o sin últimos suspiros, cualquier atisbo de inteligencia, como reprodujo a posteriori en la Polonia invadida tras el pacto germánico-soviético al ejecutar a sangre fría a todos los cuadros medios, estiletes del cerebro, números discretos, la mente suele fijarse más en nombres y apellidos, para tantas escalofriantes estadísticas.
En Occidente Hitler adoptó un estilo similar, y si bien Martin Amis tiende a comparar a los dos mayores asesinos desde la cúspide podemos distinguirlos por otro punto para la polémica. El líder nacionalsocialista no ocultó su voluntad de terminar con las razas consideradas inferiores desde su cosmovisión, y sólo manejó cierto sigilo con la Solución Final, mientras la opacidad de la Unión Soviética favoreció los designios criminales del zar georgiano, comunista sí, pero imbuido de ese otro legado en la asunción de unas prerrogativas inhumanas.
El silencio casado con la violencia tiene, por desgracia, poesía, pero sobre todo es puro terror
El silencio casado con la violencia tiene, por desgracia, poesía, pero sobre todo es puro terror. Es el colaboracionista de ‘Lacombe Lucien’ de Louis Malle, con guion de Patrick Modiano, llamando al padre de un resistente para comunicarle el fusilamiento de su hijo, es Queipo de Llano y su presunto “a este más café” para decretar sin firma el ajusticiamiento de García Lorca, así como la mansedumbre del funcionario encargado del gaseo en los campos de exterminio del Este, la banalidad del mal de Hannah Arendt.Tráiler de ‘Lacombe Lucien’
Casanova acierta al ver en Oriente el culmen de la violencia desde premisas culturales y choques civilizatorios. Durante la posguerra los satélites soviéticos sirvieron para un atiborrado mosaico de la temática entre represiones, rebeliones, cumplimiento a rajatabla de lo ordenado y el mantenimiento de una mutación más de lo imperial, trasladado en el bloque capitalista a largas noches franquistas, enfrentamientos generacionales, descontentos desde la izquierda en forma de guerrilla urbana en los años setenta, guerra sucia estatal y neologismos siempre existentes y nunca incluidos en este particular diccionario, como la violencia mental, quizá la más prevalente en nuestro siglo, donde siempre suele citarse la ausencia de grandes cifras mortuorias en cualquier tipo de conflagración armada, sea esta desde parámetros legales o terroristas.
La violencia del pasado, relato para el futuro
En 2017, desde otro contexto, Josep Borrell soltó aquello de “para cerrar heridas deben desinfectarse”, y no le faltaba razón si usamos su frase con relación a los traumas incrustados en el imaginario europeo. En Francia no fue hasta 1995 cuando se hizo examen de conciencia por el colaboracionismo, abriéndose un melón clave para entender la intensidad de tanta violencia en nuestra órbita, pues las Guerras Mundiales conllevaron enfrentamientos civiles prolongados durante décadas al no zanjarse los semilleros de los mismos, como bien sabemos en España, aunque en nuestra piel de toro determinadas legislaciones consecuentes en su momento, como la Amnistía de 1977, se revelaron contraproducentes a posteriori, más aún si se paragonan con el proceder de otros países donde se dirimieron estas perspectivas históricas con comisiones de la verdad.
Para no alentar esa violencia inspirada en la mentira, reforzar la educación y meditar consensos políticos evitaría quebraderos de cabeza
Cada pedazo del Viejo Mundo tiene su rémora persiguiéndole. Los mandatarios pueden disolverla si encauzan con solvencia el relato del pasado para construir el presente y sentar las bases para el futuro; si ese corriente se desborda de su cauce corremos el riesgo de profundas inundaciones hasta anegar el debate público desde la manipulación populista, erigiéndose la Historia en un motor maligno al no ajustarse bien los engranajes, urgidos de normalidad, y cuando esta no se ha conseguido en este sentido democrático algunos aman fundar disparaderos para martillearnos con relatos espurios, bien útiles para la cizaña social. Quizá, para no alentar esa violencia inspirada en la mentira y de claro cariz mental, reforzar la educación y meditar consensos políticos evitaría tantos quebraderos de cabeza, más bien pesadillas ininterrumpidas del discurso, y limpiaría el terreno de tantas minas contrarias a la convivencia, erradicables de la superficie con medidas consecuentes para el bien de toda la ciudadanía, sin egoísmos y valentía para aparcar tanto partidismo parasitario, ciego al sueño de un mañana más despejado, cabal y sin tanto efímero ruido blanco.