Así se forjó el mundo a través de estas veinte batallas y derrotas
La historia la han escrito los vencedores. ¿Pero qué pasa cuando se pone el foco en los perdedores? Un ensayo del historiador Luis E. Íñigo ofrece la respuesta.
Quienes han tratado de rebajar su importancia se han escudado en que todo había sido una pantomima, un encuentro amañado entre los ejércitos francés y prusiano. Pero la batalla de Valmy, que tuvo lugar el último día de verano de 1792 al norte del territorio galo, no solo marcó una frontera entre dos formas de hacer la guerra, la tradicional de la era del absolutismo, llevada a cabo por soldados profesionales obedientes, y la nueva de la época del nacionalismo, protagonizada por fervorosas milicias inspiradas por el sentimiento de pertenencia a un pueblo que combatían hasta el último aliento alentados por sus generales.
En realidad, el triunfo de las tropas francesas en el duelo artillero dictó la sentencia de muerte del Antiguo Régimen y alumbró la Edad Contemporánea. El orden moldeado por monarcas con un poder incuestionable entregó el cetro a un nuevo cosmos en el que los individuos aspiraban a ser dueños de sus destino, a reconocer tan solo la verdad de la voluntad nacional. Goethe, que contempló el choque desde el campamento prusiano, profetizó sobre aquella jornada mítica dirigiéndose a sus camaradas: «En este lugar y a partir de este día comienza una nueva era en la historia del mundo, y vosotros habéis presenciado su nacimiento».
Fue una derrota —o una victoria, según se mire— decisiva, una de las veinte seleccionadas y radiografiadas en Vae Victis!, el nuevo ensayo del historiador Luis E. Íñigo Fernández (Guadalajara, 1966) en el que presenta una singular lectura del pasado poniendo el foco en los derrotados, en las civilizaciones, pueblos, naciones o ejércitos que en coyunturas críticas fueron vencidos y apeados de su lugar preeminente. Es una vuelta de tuerca más al enfoque que ya había abrazado en su anterior libro, Historia de los perdedores (Espasa), donde trataba de hacer justicia a los grupos que han sido olvidados y maltratados dos veces —por la historia primero y los historiadores después—.
La batalla de Trafalgar, según William Clarkson Stanfield (1836).
Además de la trascendencia, el doctor en Historia Contemporánea por la UNED y autor de un buen puñado de ensayos de alta divulgación ha aplicado otros dos criterios en la selección de las batallas. El primero de ellos es que la derrota en cuestión provocase en dicho pueblo un hito concluyente. Pudo ser extremo, como el saqueo de Roma por el caudillo godo Alarico en 410, que pese a carecer de relevancia material y política tuvo un impacto emocional decisivo en la disolución del Imperio romano de Occidente materializada medio siglo después; o inaugurar el repliegue de una gran potencia: en Rocroi, en 1643, los Tercios, el principal sostén de hegemonía de la Monarquía Hispánica, perdieron el mito de su imbatibilidad.
Otra de las posibilidades es que la derrota propiciase un acontecimiento fundamental en la historia de la humanidad, como cuando los cartagineses cayeron frente a los romanos en la batalla de Zama (202 a.C.) entregando el dominio del Mediterráneo, o en ese secular enfrentamiento entre Occidente y Oriente, entre el cristianismo y el islam —las consecuencias de la conquista de Constantinopla o la batalla de Lepanto son iluminadoras en este sentido—. El autor, no obstante, desmitifica muchas interpretaciones hechas desde postulados eurocéntricos: Poitiers (732), por ejemplo, no fue el freno de las razias musulmanas —los ejércitos francos solo lograrían empujar a sus enemigos al sur de los pirineos tres décadas después—.
Derrotas que fueron victorias
En el libro, que se abre con la batalla de Maratón (490 a.C.) y la derrota del Imperio aqueménida y se cierra con un enfrentamiento más político-ideológico que bélico —la caída del Muro de Berlín y del comunismo—, contiene muchas referencias a la historia hispánica.
Esta subselección geográfica empieza con la batalla de Guadalete —fin del reino visigodo que a su vez dio la bienvenida al progreso material e intelectual andalusí— y se cierra con la del Ebro, epítome de la derrota republicana y que, según el autor, experto en el periodo, «puede erigirse en símbolo del fracaso de quienes, desde postulados muy distintos, muchos de ellos poco compatibles con los ideales democráticos de que la República había tratado de encarnar, compartían el deseo de defenderla».
La batalla de Trafalgar, por el contrario, constituye un ejemplo de la importancia de abordar estos hechos decisivos de forma crítica. El historiador recuerda no solo que las consecuencias de la derrota de la flota hispanofrancesa ante la Royal Navy fueron casi irrelevantes para Napoleón, que pocos meses después se convertía en Austerlitz en dueño y señor de Europa.
Tampoco este desenlace fue el causante de la ruina de la Real Armada española ni de la independencia de los virreinatos americanos, como ha repetido alguna propaganda. «Es necesario decirlo: el idolatrado Nelson no salvó a su país de nada; si en el siglo XIX Gran Bretaña gobernó las olas, no fue como consecuencia de la batalla de Trafalgar», resume.
En Vae victis! —traducido del latín como «¡Ay de los vencidos!», expresión atribuida a un caudillo galo que invadió y saqueó Roma en 390 a.C. y que escondía una enseñanza de cabecera para los antiguos romanos: la patria no se defiende con oro, sino con hierro—, Íñigo Fernández vuelve a hacer una reivindicación de los derrotados: ni los persas ni los incas eran tan bárbaros, ni la pérdida de las últimas colonias en 1898, sellada con la derrota en la breve batalla naval de Santiago de Cuba, se convirtió en un desastre para España. Fue, en realidad, «un revulsivo que tuvo por efecto acelerar el crecimiento de su economía y la modernización de su sociedad». Derrotas que evolucionaron a victorias.